En los últimos 32 años, Dios me ha enseñado algo
Este mes de junio hizo 32 años que fui padre por primera vez. Antes de volver a casa aquella noche increíble, reflexioné sobre los acontecimientos de aquel día y, con un poco de temor, me di cuenta de que no tenía ni idea de cómo ser padre.
No sabía nada de pañales ni de cepillar pelo rizado ni de vestir muñecas Barbie. No sabía cómo ayudar a alguien a leer y hacer cálculos, cómo dar con un bate a una pelota de béisbol y patear una de fútbol, cómo manejar una situación de ruptura con un novio o una novia.
(Por suerte, la primera hija y los tres hermanos que la siguieron tienen a una madre que resolvió la mayoría de esas cosas rápidamente o que, al menos, fingió muy bien saber lo que hacía hasta que de hecho encontraba la solución).
Pero yo… ni idea. Y temía que jamás aprendería.
Así que, aquella primera noche, de pie observando el moisés de hospital donde dormía mi pequeña mientras mi esposa disfrutaba de unos merecidos momentos de sueño al lado, extendí mis manos sobre Jessica, cerré los ojos y recé algo casi exactamente así:
“Dios, me has hecho padre. Estoy seguro de que tienes buenas razones para hacerlo… pero no siento ninguna confianza en esta función que me has concedido. Así que lo único que puedo hacer es entregarte a Jessica. Enséñame cómo quererla. Enséñame cómo guiarla. Dios, ya siento tantísimo amor por ella que apenas puedo contenerlo. No creo que pudiera soportarlo si la viera lastimada o sufriendo. De modo que, por favor, ¿puedo hacer un trato contigo? Si le espera algún sufrimiento, por favor, ponme a mí en su lugar. Que mi cuerpo reciba los golpes que la vida le aguarde. Que mi corazón experimente las desdichas. Muéstrale la felicidad y desvía todo el dolor hacia mí”.
Pronuncié básicamente la misma oración tres veces más en el nacimiento de mis otros hijos.
De hecho, no dejé de susurrar la oración cuando salí del hospital los días de sus nacimientos. Normalmente, por entonces no llegaba a casa de trabajar hasta bastante tarde, mucho después de que todo el mundo se hubiera ido ya a dormir. Cuando eran niños o incluso adolescentes, solía observarles desde la puerta de sus dormitorios o acercarme a sus camas. Disfrutaba de su paz y daba gracias a Dios por ellos. Extendía mis manos y repetía la misma oración.
“Señor, toma toda herida dirigida a su corazón y dirígela al mío en su lugar”.
¿Era la oración de un padre amoroso? Más o menos. Pero también era errónea.
Todo lo que tenemos que hacer es mirar al crucifijo para darnos cuenta de que mi deseo de asumir los sufrimientos de mis hijos es un eco del propio deseo de Dios. Y en Su divinidad, Él, de hecho, puede hacerlo. Sufrió y murió para que nosotros no tuviéramos que hacerlo, al menos no eternamente.
Pero al mismo tiempo, en la fuerza y creatividad de Su sabiduría y en Su respeto a nuestro libre albedrío, también logra extraer bien del sufrimiento que hemos traído sobre nosotros mismos con el pecado original y todo lo que siguió. Así que quizás mi oración debió haber sido algo más parecido a: “Cuando mi hija se enfrente a los desafíos de esta vida, por favor, garantiza que sepa que estás con ella, que nunca sufrirá sola”.
Cuando recuerdo los desafíos de mi propia vida, sé que eso es lo que ha hecho Dios. Mi fe relativamente débil, torpe y todavía creciente ha encontrado su mayor progreso durante los momentos difíciles. Muertes de amigos y abuelos. Inseguridad laboral y económica. Esperar los resultados de análisis médicos de alguien o seguir hasta el hospital a una ambulancia con una hija dentro. Cada vez que mi esposa sufría de cualquier manera. Cada vez que mi estrés no me permitió compartir cómodamente el tiempo con familiares o amigos o cuando el rugiente león de la depresión me empujó a espacios aterradores. En cada situación y otras muchas otras, supe que había un único lugar de gracia al que recurrir.
A veces, intenté hacerlo yo solo, con resultados pésimos. Otras veces, invoqué a Dios y le supliqué que me amara a través de mis oscuras circunstancias. En estos casos, emergí con una fe y un amor mayores hacia mi Señor.
Así que he dejado de decir la oración que recé en el nacimiento de mi primera hija. Ya no la rezo para mis nietos. En vez de eso, digo: “Hágase Tu voluntad”.
Quizás, a veces Dios permita que una gran cantidad de dolor y pena abrume a mis hijos. Después de todo, así es la vida en este mundo caído. Y yo sufriré con ellos cuando lo vea. Pero tengo que recomponerme y percatarme del resto de la voluntad de Dios: Él permite que sufran Sus hijos porque Él sabe que los acompañará de esa forma amorosa e increíble que solo Dios puede.
Resulta que Dios puede enseñar incluso a un hombre torpe como yo a ser un padre lleno de fe.
Mike Eisenbath, aleteia
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