Un día durante un momento de oración —tiempo propicio para conversar con Dios—, pregunté al Señor cómo debían ser los actos que realizamos a lo largo del día
Toda nuestra vida consiste en realizar acciones, es el signo mismo de que estamos vivos. Pero realizar esas acciones implica también dirigirlas.
El Señor me mostró que todo acto es similar a una carta que escribimos. Una vez está redactada, la doblamos e introducimos en un sobre.
A nadie se le ocurriría echarla al buzón sin dirigirla a alguna dirección en el sobre. Este correo llega a ser tan importante que incluimos en él nuestra propia dirección, la del remitente, para estar seguros de que vuelve a nosotros en caso de problema.
Si nuestras acciones son como cartas, entonces han de tener también un destinatario y un destino. A menudo erramos al creer que el acto en sí basta para determinar su destino. No es así; determina únicamente el destinatario.
El destino, la dirección, es la intención con la que actuamos, el motivo que nos guía. Jesús subraya con frecuencia este aspecto, pero nosotros no estamos atentos.
Sin embargo, es una promesa divina que nos hizo en varias ocasiones: “Y el que a causa de mi Nombre deje casa, hermanos o hermanas, padre, madre, hijos o campos, recibirá cien veces más y obtendrá como herencia la Vida eterna” (Mt 19,29). “El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí mismo” (Mt 18,5).
San Pablo, en su famoso himno a la caridad, lo destaca también: “Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada” (1 Co13,3).
De hecho, podemos actuar para darnos importancia, para aparentar bien a ojos de los hombres. Como destaca Jesús durante los reproches que dedica a quienes rezan, ayunan y dan limosna para causar buena impresión: “ya tienen su recompensa” (Mt 6).
Si queremos dar fruto para la vida eterna y acumular un tesoro en el Cielo, nuestros actos no deben ser solo eficaces, sino también fecundos, es decir, deben salir del circuito de lo perecedero para entrar en la dimensión de lo eterno.
¿Cómo hacer que nuestros actos sean fecundos?
Muy sencillo. Teresita de Lisieux es un ejemplo de ello. ¿Qué hizo ella de “extraordinario” en su vida? Ella pasó desapercibida a los ojos del mundo en su paso por la tierra. Sin embargo, no pasó desapercibida a las alturas del Cielo, según determinó: “Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”.
¿Cuál es su secreto? Todas sus acciones iban envueltas del amor de Dios y dirigidas al cielo por la gloria de Dios. Así, fue acumulando riquezas en el Cielo, un tesoro que el Señor le permite distribuir ahora sobre la tierra.
Jesús nos invita también a acumular “tesoros en el cielo” (Mt 6,20). Nosotros creemos que se consigue logrando cosas extraordinarias. Es un error común nuestro.
Porque son más bien de todos los pequeños actos cotidianos, esos tiempos preciosos, los que pueden convertirse en perlas preciosas.
Para ello, san Pablo nos da la receta: “Todo lo que puedan decir o realizar, háganlo siempre en nombre del Señor Jesús, dando gracias por él a Dios Padre” (Col 3,17).
Trabajar por la gloria de Dios
Laurencio de la Resurrección, un hermano converso de los Carmelitas descalzos del siglo XVIII, enfatiza que el camino de la santidad consiste en “hacer por Dios lo que en otro tiempo haríamos por nosotros mismos”.
¡Entendido! Debo ir a trabajar, sin que nada me demore, pero, ¿y si fuera no por ganarme la vida —quien busque salvar su vida, la perderá, nos dice Jesús—, sino por la gloria de Dios y la salvación del mundo?
Conclusión: seguiré recibiendo un salario a fin de mes en la tierra, pero también tendré intereses en el Cielo, donde ni el óxido ni los gusanos (ni el fisco) vendrán a carcomerlos.
P.D.: No olvides tampoco sellar la carta. El precio del sello está ligado al peso del acto que dirigimos. ¡El sellado es la fe!
ALain Noël, Aleteia
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