
"Pierde, pierde, pierde todas esas batallas que hagan falta para ganar la guerra". Así lo afirma el libro Cocinar con sobras después del “sí, quiero”, una obra sobre la vida matrimonial que no rehúye lo cotidiano ni lo difícil. Y es que el amor verdadero, el que permanece, no se construye a base de victorias personales, sino de renuncias generosas. En El arte del buen combate lo resumen perfectamente con una frase: "Perder un bien por ganar el Bien".
¿Perder un bien para ganar el Bien? Podría ser un excelente hashtag para este verano… y para toda nuestra vida. Porque se nos presentan constantemente situaciones en las que debemos elegir: ¿luchamos por un bien concreto —un objeto, una idea, una razón— o renunciamos a él para no apartarnos del Bien con mayúscula? Ese Bien que da sentido, que orienta, que permanece.
Pensemos, por ejemplo, en esas relaciones entre hermanos que se rompen por una herencia: un terreno, un piso, una pulsera o una vajilla. Cuántas familias desgarradas por chatarra comparado con lo que se pierde: el acompañarse en el camino de la vida, el terminar juntos, unidos, presentes en las alegrías y en las penas. Este ejemplo es fácil de entender, y, por suerte, cada vez hay más personas que ya no arriesgan lo esencial por lo material. La vida les ha enseñado que esos bienes poco o nada valen frente al valor de los lazos familiares.
Pero la cosa cambia cuando lo que está en juego no es una pulsera o un terreno, sino un bien legítimo: la verdad, la honra, el buen nombre. Aquí comienza una de las grandes batallas del matrimonio —y de cualquier relación profunda— porque es muy fácil perder el Bien por un bien tan pequeño como tener razón. Una discusión sin resolver, un malentendido, una palabra fuera de lugar… y se estropea un día de vacaciones, una comida en familia, un verano. Y si vamos acumulando berrinche tras berrinche, disgusto tras disgusto por cosas pequeñas, acabamos lejos del Bien que deseamos vivir: una familia fuerte, unida y feliz. Y ya no solo se pierde un verano, sino el verano eterno.
Carácter para llegar al corazón de Dios
Ahora bien, cuando lo que perdemos es el honor, el buen juicio de los demás, la verdad de lo que hemos dicho o hecho porque alguien ha mentido o nos ha desprestigiado públicamente, entonces sí que cuesta. Y es que es legítimo el dolor de la ofensa. El demonio se encargará de susurrarnos, que ceder ahí es claudicar.
Sin embargo, incluso entonces, si ese bien legítimo nos aleja del Bien con mayúscula, puede que valga la pena soltarlo. No por pusilanimidad. sino todo lo contrario, por haber trabajado hasta conseguir un carácter fuerte. Porque solo el que tiene un carácter fuerte es capaz de domar la ira, el rencor. Solo quien tiene verdadero carácter puede alcanzar la magnanimidad. No tienen carácter fuerte quienes se proclaman de mecha corta. Tienen carácter fuerte los que saben domar la llama. Y la domamos, claudicamos, cedemos porque sabemos adónde lleva ese otro camino: al corazón mismo de Dios.
Un corazón que perdona, que repara, que colma. Un corazón que amó y ama —siempre— sin medida. Un corazón que recompensa cada vez que alguien se deja ganar conscientemente por el Bien. Ese Bien que no divide, que no caduca, que no se discute. Un bien que suele conquistarse cuando nos dejamos ganar en los otros tipos de bienes. Él ya lo ha hecho antes.
Mar Dorrio, Aleteia
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