Es relativamente fácil amar a Dios que nos ha dado a su propio Hijo para la salvación del mundo, porque todo viene de Él, pero aceptar la prueba es distinto
Decía el Santo Cura de Ars que, amar al Dios crucificado es un amor de gratitud, pero amar al Dios que nos crucifica es un amor generoso. ¿A qué se refería el santo? precisamente a que estamos acostumbrados a escuchar que «Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna» (Jn 3, 16), una verdad tan extendida que ya no nos causa ninguna impresión. No obstante, esta es una realidad tan enorme y sublime que la mente humana no alcanza a entender la magnitud del sacrificio infinito del mismo Dios, y el inconmensurable amor que nos profesa. Es como si se tratara de algo tan simple como el apego que nos tiene nuestra mascota, por mucho que nos haga sentir bien (a lo mejor con este ejemplo se comprenderá mejor).
Pues bien, los grande santos han entendido que no se puede aspirar a nada mayor que llegar al cielo para disfrutar de la Presencia de Dios, por eso lo aman sin reservas, y los hay quienes han dado su vida de manera cruenta para nunca más perderla. Y justamente ahí se engancha la segunda parte del pensamiento de San Juan María Vianney, cuando se refirió a ser crucificados por ese Dios magnífico que nos quiere perfectos para ser dignos de Él.
Ser crucificados con Cristo
Y también en esa realidad es en la que se prueba el verdadero amor, porque ya no se trata de ver de lo lejos el sacrificio del Señor, aceptado por amor a nosotros hace más de dos mil años, sino de aceptar la prueba para evidenciar que nuestro amor hacia Él es capaz de resistir cualquier sacudida. No, no es fácil. Aceptar ser crucificados es vencer el miedo y asemejarse a la Virgen María para decirle: «Hágase en mí lo que has dicho» (Lc 1, 38), sin pensar en las consecuencias y confiando en que Él estará en el momento de dolor, tomándonos en sus brazos y enjugando nuestras lágrimas, porque todo pasará y la recompensa será inmensa.
Es poner generosamente en nuestros labios las palabras del justo Job:
«Si aceptamos de Dios lo bueno, ¿no aceptaremos también lo malo?» (Job 2, 10)
Cuando la fe del hombre desfallece y reniega de Dios ante su sufrimiento, cuando levanta los ojos al cielo para preguntar ¿por qué a mí? como si el Señor fuera un Dios vengativo, es cuando tiene que recordar: «¡Qué insondables son sus designios y qué incomprensibles sus caminos!» (Rom 11, 33). Todo es parte del plan de Dios.
Hagamos acopio de fuerza, oremos intensamente y pidamos al Espíritu Santo su fortaleza para para aceptar que, todo lo que viene de Dios, es para nuestra salvación.
Mónica Muñoz, Aleteia
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- San Juan Pablo II
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