“La dignidad de la mujer y su vocación, objeto constante de la reflexión
humana y cristiana, ha asumido en estos últimos años una importancia
muy particular”
(carta apostólica de San Juan Pablo II Mulieris dignitatem, 1).
“‘Creó pues Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó,
macho y hembra los creó (Gén 1, 27)’. Este conciso fragmento contiene
las
verdades antropológicas fundamentales: el ser humano es el ápice de
todo lo creado en el mundo visible, y el género humano, que tiene su
origen en la llamada a la existencia del hombre y de la mujer, corona todo
la obra de la creación; ambos son seres humanos en el mismo grado, tanto
el hombre como
la mujer; ambos fueron creados a imagen de Dios”
(Mulieris dignitatem, 6).
“Es algo universalmente admitido -incluso por parte de quienes se ponen en
actitud crítica ante el mensaje cristiano- que Cristo fue ante sus
contemporáneos el promotor de la verdadera dignidad de la mujer y de la
vocación correspondiente a esta dignidad” (Mulieris dignitatem, 12).
Pero los textos fundamentales del Nuevo Testamento son Gál 3, 28:
“Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer; ya
que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”; junto con la afirmación de
1 Pe 3, 7: “Coherederas que son también de la gracia de la vida”.
A lo largo de los siglos hay una cantidad inmensa de textos doctrinales
y legislativos defendiendo la dignidad y vocación de la mujer. En la
Iglesia primitiva las mujeres gozaban de un estatus más elevado del
que disponían en el mundo grecorromano en general, lo que contribuyó
a que fueran las grandes promotoras del cristianismo.
Ya el Decreto de Graciano (año 1140) consideró requisito indispensable la
capacidad de elegir libremente la propia pareja, y esta exigencia gozó en
adelante del favor
de la legislación eclesiástica, hecho tanto más
notable cuantoque ni el derecho romano ni el germánico
consideraban esencial el libre consentimiento para la
constitución del matrimonio, siendo por tanto
el cristianismo, y muy especialmente el catolicismo, el promotor
de los primeros derechos fundamentales de la mujer.
Desde Graciano, Papas y concilios han insistido en la absoluta necesidad
de su consentimiento para el matrimonio y en su libertad para abrazar estado.
En tiempos más recientes nos dice
la Pacem in Terris de San Juan XXIII:
“Los seres humanos tienen el derecho a la libertad en la elección del propio
estado y, por consiguiente, a crear una familia con paridad de derechos y de
deberes entre el hombre y la mujer, o también
a seguir la vocación al sacerdocio
o a la vida religiosa” (15); “En la mujer se hace cada vez más clara y operante
la conciencia de su propia dignidad. Sabe ella que no puede consentir en ser
considerada
y tratada como un instrumento; exige ser considerada como persona,
en paridad de derechos y obligaciones con el hombre, tanto en el ámbito de
la vida doméstica como en el de la vida pública” (41).
En el Concilio, la Lumen Gentium y la Gaudium et Spes recogen en diversos
lugares la dignidad igual de los seres humanos y las aspiraciones y
derechos fundamentales de la mujer, rechazando expresamente toda
forma dediscriminación que se base en el
sexo (ver Lumen Gentium 32
y Gaudium et Spes 9, 29, 52 y 60), así como, ya en tiempos de Juan Pablo II,
el Código de Derecho Canónico (canon 208) y el Catecismo de
la Iglesia Católica (2335).
San Juan Pablo II insiste en la igualdad y en la complementariedad:
“La igual dignidad de todos los miembros de la Iglesia es obra del Espíritu,
está fundada en el Bautismo
y la Confirmación y corroborada por la
Eucaristía. Sin embargo también es obra del Espíritu la variedad de formas”
(exhortación Vita consacrata, 31). “Femineidad y masculinidad son entre
sí complementarias, no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino
ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo 'masculino' y de lo 'femenino',
lo 'humano' se realiza plenamente” (Mulieris dignitatem, 7). El hombre y
la mujer “son a la vez iguales en cuanto personas y complementarios en
cuanto masculino y femenino” (Catecismo de la Iglesia Católica, 372).
Consecuencia de esta complementariedad debe ser la colaboración activa
entre el hombre y la mujer y el que la realización personal no se consigue
buscando la propia autonomía
e independencia, sino en los matrimonios
en la entrega mutua, en el avanzar juntos y en todo caso en la apertura,
generosidad y donación hacia los demás. Para Benedicto XVI, en su
discurso inaugural de Aparecidam “el cristianismo reconoce y proclama
la igual dignidad y responsabilidad de la mujer respecto al hombre”.
En el campo moral, no es admisible que la moralidad femenina tenga
que ser más estricta que la masculina. La igualdad de deberes y derechos
de ambos sexos es indiscutible: lo que está bien para uno, también lo está
para el otro, y viceversa.
En la vida apostólica de la Iglesia, las mujeres son auténticas protagonistas.
Como me decía un misionero: “Si conviertes a un varón, conviertes a uno,
si
conviertes a una mujer, conviertes a una familia”. Incluso desde el punto
de vista numérico, las religiosas consagradas son tres veces
más numerosas que los hombres. La identidad de la Iglesia se caracteriza
también por su dimensión femenina: la Iglesia es la esposa de Cristo.
En la actualidad, la Iglesia está cada vez más comprometida en la defensa
de los derechos humanos y de la justicia social, y, por tanto, en la defensa de
los derechos de
la mujer, por lo que creo podemos honradamente decir que
en lo verdaderamente esencial, la mujer ha encontrado en la Iglesia una defensora
de su dignidad fundamental, especialmente en los países de misión.
Pedro Trevijano, ReL
No hay comentarios:
Publicar un comentario