Detenerse en la oración, bajar el ritmo, revisar nuestros hábitos y el cuidado que damos a la creación... El Papa Francisco invitó a los católicos a vivir esta Cuaresma de manera diferente
Este año, para el tiempo litúrgico de la Cuaresma -los cuarenta días que preceden a la Pascua-, el Papa Francisco invita a los cristianos a tomarse el tiempo de «repensar su estilo de vida» e implicarse en sus barrios para «hacerlos mejores», en su tradicional mensaje publicado el 1 de febrero de 2024. El texto, titulado «A través del desierto, Dios nos guía hacia la libertad», estará ilustrado cada semana con un dibujo de Maupal, un artista callejero conocido en todo el mundo por sus grafitis que representan al Papa Francisco en las calles de Roma.
En este mensaje, Francisco desea que la Cuaresma, que comienza el Miércoles de Ceniza, 14 de febrero, sea «un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes opciones a contracorriente, capaces de cambiar la vida cotidiana de las personas y la vida de un barrio».
«La tierra, el aire y el agua […] están contaminados, pero también las almas», lamenta el Obispo de Roma en este texto. En concreto, invita a revisar «nuestros hábitos de compra, nuestro cuidado de la creación y nuestra inclusión de los que son invisibles o despreciados». También espera que «veamos la alegría en los rostros de la gente».
Durante los cuarenta días de Cuaresma, hasta la Pascua, que se celebrará el 31 de marzo, el jefe de la Iglesia católica invita a los creyentes a «detenerse en la oración» y a «bajar el ritmo». Exhorta a los fieles a encontrar «momentos para repensar su estilo de vida; a darse tiempo para revisar su presencia en el barrio y su contribución a mejorarlo».
No a «la seguridad del déjà vu»
El 266º Papa llama a romper con la esclavitud interior, que ve como «una atracción por la seguridad del déjà vu, en detrimento de la libertad». Se trata, explica, de empezar por «ver la realidad», escuchar «el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos», y liberarse de «compromisos» con el viejo mundo.
El Pontífice, de 87 años, constata «una falta de esperanza» en una humanidad que ha alcanzado «niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico capaces de asegurar la dignidad de todos», pero que «camina a tientas en la oscuridad de la desigualdad y del conflicto». A pesar del contexto de una «tercera guerra mundial hecha pedazos», nos exhorta a «correr el riesgo de pensar que no estamos en agonía, sino por el contrario, en parto; no al final, sino al comienzo de un gran espectáculo».
A lo largo del texto, el Papa advierte también contra los «ídolos» y las «seducciones» interiores. «Podemos aferrarnos al dinero, a ciertos proyectos, a ideas, a objetivos, a nuestra posición, a una tradición, incluso a ciertas personas», dice. Y advierte: «En lugar de hacernos avanzar, [estos ídolos] nos paralizarán. En lugar de acercarnos, nos enfrentarán».
El artista Maupal y sus dibujos de Cuaresma
Este año, para ilustrar el mensaje del Papa, el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, presidido por el cardenal Michael Czerny, ha recurrido a Mauro Pallotta -Maupal es su nombre artístico-, que ha saltado a la fama internacional con sus dibujos callejeros que representan al Pontífice argentino como un superhéroe.
El artista, al que le gusta «lanzar mensajes» a través de su arte, explicó durante una rueda de prensa que había intentado «traducir las palabras» de Francisco utilizando «un lenguaje pictórico con un estilo sencillo y fácil de entender», sin que resultaran «superficiales o banales».
En total, el dicasterio publicará siete dibujos cada lunes de Cuaresma. El primero, que ya ha sido desvelado, representa al Papa Francisco llevando una carretilla cargada con una bolsa de «fe», que se abre camino a través de un desierto sembrado de clavos, símbolo de «nuestras cárceles», según el artista.
IMedia, Aleteia
Ofrecemos a continuación el texto íntegro del mensaje en español, con destacados en negrita añadidos por ZENIT
Cuando nuestro Dios se revela, comunica la libertad: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Así se abre el Decálogo dado a Moisés en el monte Sinaí. El pueblo sabe bien de qué éxodo habla Dios; la experiencia de la esclavitud todavía está impresa en su carne. Recibe las diez palabras de la alianza en el desierto como camino hacia la libertad. Nosotros las llamamos “mandamientos”, subrayando la fuerza del amor con el que Dios educa a su pueblo. La llamada a la libertad es, en efecto, una llamada vigorosa. No se agota en un acontecimiento único, porque madura durante el camino. Del mismo modo que Israel en el desierto lleva todavía a Egipto dentro de sí ―en efecto, a menudo echa de menos el pasado y murmura contra el cielo y contra Moisés―, también hoy el pueblo de Dios lleva dentro de sí ataduras opresoras que debe decidirse a abandonar. Nos damos cuenta de ello cuando nos falta esperanza y vagamos por la vida como en un páramo desolado, sin una tierra prometida hacia la cual encaminarnos juntos. La Cuaresma es el tiempo de gracia en el que el desierto vuelve a ser ―como anuncia el profeta Oseas― el lugar del primer amor (cf. Os 2,16-17). Dios educa a su pueblo para que abandone sus esclavitudes y experimente el paso de la muerte a la vida. Como un esposo nos atrae nuevamente hacia sí y susurra palabras de amor a nuestros corazones.
El éxodo de la esclavitud a la libertad no es un camino abstracto. Para que nuestra Cuaresma sea también concreta, el primer paso es querer ver la realidad. Cuando en la zarza ardiente el Señor atrajo a Moisés y le habló, se reveló inmediatamente como un Dios que ve y sobre todo escucha: «Yo he visto la opresión de mi pueblo, que está en Egipto, y he oído los gritos de dolor, provocados por sus capataces. Sí, conozco muy bien sus sufrimientos. Por eso he bajado a librarlo del poder de los egipcios y a hacerlo subir, desde aquel país, a una tierra fértil y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). También hoy llega al cielo el grito de tantos hermanos y hermanas oprimidos. Preguntémonos: ¿nos llega también a nosotros? ¿Nos sacude? ¿Nos conmueve? Muchos factores nos alejan los unos de los otros, negando la fraternidad que nos une desde el origen.
En mi viaje a Lampedusa, ante la globalización de la indiferencia planteé dos preguntas, que son cada vez más actuales: «¿Dónde estás?» (Gn 3,9) y «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). El camino cuaresmal será concreto si, al escucharlas de nuevo, confesamos que seguimos bajo el dominio del Faraón. Es un dominio que nos deja exhaustos y nos vuelve insensibles. Es un modelo de crecimiento que nos divide y nos roba el futuro; que ha contaminado la tierra, el aire y el agua, pero también las almas. Porque, si bien con el bautismo ya ha comenzado nuestra liberación, queda en nosotros una inexplicable añoranza por la esclavitud. Es como una atracción hacia la seguridad de lo ya visto, en detrimento de la libertad.
Quisiera señalarles un detalle de no poca importancia en el relato del Éxodo: es Dios quien ve, quien se conmueve y quien libera, no es Israel quien lo pide. El Faraón, en efecto, destruye incluso los sueños, roba el cielo, hace que parezca inmodificable un mundo en el que se pisotea la dignidad y se niegan los vínculos auténticos. Es decir, logra mantener todo sujeto a él. Preguntémonos: ¿deseo un mundo nuevo? ¿Estoy dispuesto a romper los compromisos con el viejo? El testimonio de muchos hermanos obispos y de un gran número de aquellos que trabajan por la paz y la justicia me convence cada vez más de que lo que hay que denunciar es un déficit de esperanza. Es un impedimento para soñar, un grito mudo que llega hasta el cielo y conmueve el corazón de Dios. Se parece a esa añoranza por la esclavitud que paraliza a Israel en el desierto, impidiéndole avanzar. El éxodo puede interrumpirse. De otro modo no se explicaría que una humanidad que ha alcanzado el umbral de la fraternidad universal y niveles de desarrollo científico, técnico, cultural y jurídico, capaces de garantizar la dignidad de todos, camine en la oscuridad de las desigualdades y los conflictos.
Dios no se cansa de nosotros. Acojamos la Cuaresma como el tiempo fuerte en el que su Palabra se dirige de nuevo a nosotros: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te hice salir de Egipto, de un lugar de esclavitud» (Ex 20,2). Es tiempo de conversión, tiempo de libertad. Jesús mismo, como recordamos cada año en el primer domingo de Cuaresma, fue conducido por el Espíritu al desierto para ser probado en su libertad. Durante cuarenta días estará ante nosotros y con nosotros: es el Hijo encarnado. A diferencia del Faraón, Dios no quiere súbditos, sino hijos. El desierto es el espacio en el que nuestra libertad puede madurar en una decisión personal de no volver a caer en la esclavitud. En Cuaresma, encontramos nuevos criterios de juicio y una comunidad con la cual emprender un camino que nunca antes habíamos recorrido.
Esto implica una lucha, que el libro del Éxodo y las tentaciones de Jesús en el desierto nos narran claramente. A la voz de Dios, que dice: «Tú eres mi Hijo muy querido» (Mc 1,11) y «no tendrás otros dioses delante de mí» (Ex 20,3), se oponen de hecho las mentiras del enemigo. Más temibles que el Faraón son los ídolos; podríamos considerarlos como su voz en nosotros. El sentirse omnipotentes, reconocidos por todos, tomar ventaja sobre los demás: todo ser humano siente en su interior la seducción de esta mentira. Es un camino trillado. Por eso, podemos apegarnos al dinero, a ciertos proyectos, ideas, objetivos, a nuestra posición, a una tradición e incluso a algunas personas. Esas cosas en lugar de impulsarnos, nos paralizarán. En lugar de unirnos, nos enfrentarán. Existe, sin embargo, una nueva humanidad, la de los pequeños y humildes que no han sucumbido al encanto de la mentira. Mientras que los ídolos vuelven mudos, ciegos, sordos, inmóviles a quienes les sirven (cf. Sal 115,8), los pobres de espíritu están inmediatamente abiertos y bien dispuestos; son una fuerza silenciosa del bien que sana y sostiene el mundo.
Es tiempo de actuar, y en Cuaresma actuar es también detenerse. Detenerse en oración, para acoger la Palabra de Dios, y detenerse como el samaritano, ante el hermano herido. El amor a Dios y al prójimo es un único amor. No tener otros dioses es detenerse ante la presencia de Dios, en la carne del prójimo. Por eso la oración, la limosna y el ayuno no son tres ejercicios independientes, sino un único movimiento de apertura, de vaciamiento: fuera los ídolos que nos agobian, fuera los apegos que nos aprisionan. Entonces el corazón atrofiado y aislado se despertará. Por tanto, desacelerar y detenerse. La dimensión contemplativa de la vida, que la Cuaresma nos hará redescubrir, movilizará nuevas energías. Delante de la presencia de Dios nos convertimos en hermanas y hermanos, percibimos a los demás con nueva intensidad; en lugar de amenazas y enemigos encontramos compañeras y compañeros de viaje. Este es el sueño de Dios, la tierra prometida hacia la que marchamos cuando salimos de la esclavitud.
La forma sinodal de la Iglesia, que en estos últimos años estamos redescubriendo y cultivando, sugiere que la Cuaresma sea también un tiempo de decisiones comunitarias, de pequeñas y grandes decisiones a contracorriente, capaces de cambiar la cotidianeidad de las personas y la vida de un barrio: los hábitos de compra, el cuidado de la creación, la inclusión de los invisibles o los despreciados. Invito a todas las comunidades cristianas a hacer esto: a ofrecer a sus fieles momentos para reflexionar sobre los estilos de vida; a darse tiempo para verificar su presencia en el barrio y su contribución para mejorarlo. Ay de nosotros si la penitencia cristiana fuera como la que entristecía a Jesús. También a nosotros Él nos dice: «No pongan cara triste, como hacen los hipócritas, que desfiguran su rostro para que se note que ayunan» (Mt 6,16). Más bien, que se vea la alegría en los rostros, que se sienta la fragancia de la libertad, que se libere ese amor que hace nuevas todas las cosas, empezando por las más pequeñas y cercanas. Esto puede suceder en cada comunidad cristiana.
En la medida en que esta Cuaresma sea de conversión, entonces, la humanidad extraviada sentirá un estremecimiento de creatividad; el destello de una nueva esperanza. Quisiera decirles, como a los jóvenes que encontré en Lisboa el verano pasado: «Busquen y arriesguen, busquen y arriesguen. En este momento histórico los desafíos son enormes, los quejidos dolorosos —estamos viviendo una tercera guerra mundial a pedacitos—, pero abrazamos el riesgo de pensar que no estamos en una agonía, sino en un parto; no en el final, sino al comienzo de un gran espectáculo. Y hace falta coraje para pensar esto» (Discurso a los universitarios, 3 agosto 2023). Es la valentía de la conversión, de salir de la esclavitud. La fe y la caridad llevan de la mano a esta pequeña esperanza. Le enseñan a caminar y, al mismo tiempo, es ella la que las arrastra hacia adelante (Ch. Péguy, El pórtico del misterio de la segunda virtud, Madrid 1991, 21-23).
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