Un paseo en una tarde calurosa y una invitación privilegiada
Larry Peterson, aleteia
De vez en cuando, Dios te deja echar un vistazo a Su corazón y ¡bum!, el orgullo de conocerle explota en tu interior. La que sigue es una historia verdadera. Desde que sucedió, ha pasado a formar parte de mí. Es, además, una historia de amor, escrita por la mismísima mano de Dios.
De vez en cuando, Dios te deja echar un vistazo a Su corazón y ¡bum!, el orgullo de conocerle explota en tu interior. La que sigue es una historia verdadera. Desde que sucedió, ha pasado a formar parte de mí. Es, además, una historia de amor, escrita por la mismísima mano de Dios.
Era el verano de 2014. Ed y Cathy Carmello (no son sus nombres reales) hacía poco que eran mis vecinos, menos de un año, creo.
Se conocieron cuando Ed tenía 60 y Cathy 40 años. Se enamoraron y luego, por primera vez en sus vidas, dieron el sí quiero. Acababan de celebrar sus bodas de plata y estaban disfrutando juntos de su vida de jubilados.
Sin embargo, había un problema. El cáncer de próstata de Ed había vuelto y le estaba destruyendo rápidamente. A Cathy le habían diagnosticadomelanoma en etapa IV. Ella me lo contó cuando le quedaban, “quizás”, unos seis meses de vida.
Como yo he sobrevivido a un cáncer de próstata y mi primera mujer falleció de melanoma, era capaz de hablar abiertamente con ellos de sus respectivos cánceres. Sabían que yo entendía del tema.
Mi rutina diaria empieza normalmente a las 5:00 am con un paseo de una hora. Por alguna razón, un jueves me sentí impulsado a dar otro paseo al calor de la tarde y, algo reacio, decidí terminar lo que había empezado.
Enfilé calle abajo y encontré a Cathy de pie en su jardín delantero, apoyada en su andador. Pude ver que le costaba mantenerse en pie. Un tanto inquieto, me acerqué rápido para ver si todo iba bien.
“Te estaba esperando, Larry. Tengo que hablar contigo”.
Me quedé estupefacto. “Nunca salgo a pasear a esta hora del día y ¿dices que me estabas esperando?”.
“Simplemente sabía que ibas a venir. No puedo explicarlo”.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Me apoyé contra su todoterreno y ella hizo lo mismo, con más pesadez, sobre su andador. “Sabes que Ed se muere, ¿verdad?”.
“Sí, Cathy, lo sé, me ha hablado de ello. ¿Y tu pronóstico? ¿Algún cambio?”.
Me miró directamente a los ojos con una sonrisa. “Me han dicho que sólo me quedan unas pocas semanas”.
Apreté los labios, respiré hondo y pregunté: “¿Qué puedo hacer?”.
Sabían que soy católico y un ministro extraordinario de la Sagrada Comunión. Cathy me preguntó si podría traer un sacerdote.
Me dijo que ellos eran católicos no practicantes y que hacía años que no iban a la iglesia. Iba siendo hora de que “arreglaran las cosas con Dios”.
“Haré una llamada al padre en cuanto llegue a casa”.
“Muchísimas gracias. Por esto estaba aquí esperándote”.
Respondí con un simple gesto afirmativo. Ella sonrió y me dio las gracias y yo la acompañé de vuelta a la casa. No hizo ninguna mención a sí misma, sólo a su marido.
Me habló de cuánto le gustaría poder aliviar su sufrimiento y lo maravilloso que sería poder ir a dar una vuelta en bicicleta una vez más. Luego mencionó la gratitud que sentía hacia Dios por todos los momentos que habían tenido juntos.
Entré en la casa y ella, Ed y yo charlamos unos diez minutos. Cathy se excusó y caminó lentamente hacia el dormitorio.
Ed me dijo rápidamente cuánto deseaba poder aliviar el sufrimiento de su esposa y lo bueno que había sido Dios con él por permitirle encontrar una mujer tan fantástica con la que compartir su vida.
A veces, cuando Dios está presente, cuesta respirar. De nuevo, tuve que respirar profundamente.
Una vez en casa, llamé a nuestro recién ordenado sacerdote, el padre Scott. Se acercó al día siguiente y pasó cerca de una hora con Ed y con Cathy.
Tanto Ed como el joven cura tenían raíces en Roanoke, Virginia, así que hablaron y rieron desenfadadamente y pasaron un muy buen rato juntos. No se notaban los más de 50 años que separaban a esos dos hombres. Es como si se hubieran criado juntos. Fue hermoso.
El padre los escuchó en confesión, les dio la Unción de enfermos a ambos y la Sagrada Comunión.
Les dijo que volvería tan pronto tuviera oportunidad, pero ese domingo era Domingo de Ramos, el comienzo de la Semana Santa, así que estaba bastante ocupado. Los tres se abrazaron antes de decirse adiós. El Domingo de Ramos tuve el honor de llevarles yo mismo la Sagrada Comunión.
El Domingo de Pascua tuve otra vez el privilegio de llevar a Ed y a Cathy la Sagrada Comunión. Ambos yacían en la cama junto al otro, cogidos de la mano. Ed sonrió y dijo, “Larry, somos muy felices. Esta es la mejor Pascua que hemos tenido”.
Se volvió y miró a su mujer, que le devolvía la mirada con una cariñosa sonrisa. Ella extendió su mano para secar los ojos húmedos de felicidad de su marido. Mientras se miraban intensamente a los ojos, yo pensé que tal vez estarían mirando dentro del alma del otro.
Fue un momento repleto de una espiritualidad compartida que nunca había presenciado antes. De hecho yo también podía sentirla. No tengo dudas de que, en ese momento, Jesús estaba allí con ellos sosteniendo sus manos entre las Suyas.
Ed murió la semana después de la Pascua. Una semana más tarde, Cathy se trasladó a una residencia. Vivió otro par de semanas.
En lo que a mí respecta, doy gracias a Dios haber disfrutado de su amistad y por ser partícipe de su último viaje.
A veces, me gusta pensar que llevé a dos personas enamoradas al aeropuerto y les vi subir a un avión que partía camino del paraíso.
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