Médico, conversa al catolicismo, mística ha sido una de las místicas más importante del siglo XX
Osservatore Romano
Adrienne von Speyr (La Chaux-de-Fonds, 20 de septiembre de 1902 — Basilea, 17 de septiembre de 1967) ha sido una de las místicas más importantes del siglo XX.
Fue la primera mujer que ejerció la profesión de médico en Suiza y tuvo una vida marcada por intensas iluminaciones desde la infancia, vividas con una cierta incomodidad debido a su confesión protestante de nacimiento.
Se convirtió al catolicismo con treinta y ocho años, en 1940, tras un largo periodo de crisis y búsqueda y poco después de haber conocido al jesuita Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos católicos del siglo XX. Permaneció siempre unida a él por una intensa relación espiritual e inició con él una proficua colaboración intelectual.
Toda su misión de médico la dedicó al prójimo, a la que unió una intensa vida familiar — se casó una segunda vez al quedarse viuda — y, sobre todo, una intensa vida espiritual, centrada de manera particular en el misterio trinitario.
Punto de origen de su teología creativa es, de hecho, la Trinidad de Dios, que desde la eternidad ama, dialoga, crea. Esta cercanía al centro del misterio cristiano, junto con la claridad y la fuerza expresiva de su escritura, hacen de su obra una de las más penetrantes e incisivas presentaciones de la doctrina cristiana.
Para Adrienne von Speyr la vida de fe es fuente de alegría y de paz, aunque no se le ahorra al creyente (como tampoco al místico) la cruz. En este sentido son importantes sus experiencias relacionadas con el Sábado Santo.
La segunda parte de su vida, una vez alcanzada la paz espiritual después de la conversión, estuvo marcada por enfermedades graves, grandes sufrimientos y, por último, por la ceguera.
Murió en 1967, después de haber recibido el don de los estigmas, precisamente el día de la fiesta de Santa Hildegarda, también ella médico y mística.
Tres mujeres y el Señor
El pasaje que publicamos está sacado de «Drei Frauen und der Herr» (“Tre donne e il Signore” – “Tres mujeres y el Señor”, publicado en Italia por Jaca Book).
Los encuentros de Jesús con los hombres parecen ser, en el Evangelio, totalmente casuales. Algunos personajes aparecen y vuelven a desaparecer, multitudes enteras lo siguen y se convierten en testimonios de sus milagros y escuchan su predicación. La mayor parte permanece anónima; algunos aparecen solamente para que la situación sea claramente delineada, podrían casi ser sustituidos por otros. Pero hay también personas que, despacio o de manera repentina, emergen de una cierta oscuridad para personificar desde ese momento en adelante, ante la mirada meditativa de la Iglesia, la forma de un particular servicio hecho al Señor. Cuando aparecen nos damos cuenta de que, desde hacía tiempo, ya habían sido objeto de la consideración y de la aceptación del Señor. Él las ha elegido, las ha acogido mucho antes de que ellas lo supieran. Y por ahora, hasta que salgan del secreto en Él, Él las sostiene.
Algunas ya tienen el presentimiento de que un día Él las necesitará, es más, incluso ya las ha necesitado; la relación que existe entre ellas y Él, relación que sólo Él ha instituido, no les es completamente desconocida. Pero hay también personas que no saben, que lo han encontrado de manera totalmente oculta, sin que para ellas se haya hecho la luz, y sin embargo, Él las sostiene, durante años, mientras plasma en ellas su camino, las dirige, las ayuda a convertirse del modo cómo Él las necesita. En estas personas, que durante mucho tiempo permanecen desconocidas y que representan también a esas otras incontables sobre cuya relación con el Señor no conoceremos nada nunca jamás, se manifiesta de manera particular su poder de sostener en sí a cada hombre.
Con cada uno Él puede, solo, entrar en relación, en una relación para la cual en un primer momento Él ha pronunciado la palabra “sí”. Lo ha puesto como su creación — y esta posición es la gracia, la cual precede cada movimiento y respuesta del hombre — pero en su sí al hombre ya está incluido, como un germen vivo, latente, también el sí del hombre: en la unilateralidad de la llamada está ya la bilateralidad del encuentro.
De María, que dice al ángel su “sí”, nosotros sabemos en la fe que el Hijo, desde hacía mucho tiempo, desde la eternidad, la había sostenido y llevado en su sí. Él la ha elegido como su madre, la ha destinado y también preredimido. Es como si hubiera estado sostenida por el sí del Hijo hasta dónde ha sido posible: hasta el momento de la decisión. Del mismo modo como sucede con el que va a confesarse, que es sostenido hasta el momento en que hace su confesión.
Este ser sostenidos por el Señor no significa en absoluto que Él nos quita la responsabilidad; Él, más bien, nos refuerza en la justa decisión, para que nosotros podamos encontrarlo en la plenitud de nuestra libre voluntad, para que por la fuerza que Él nos confiere seamos capaces de elegir lo que es la voluntad del Padre.
Todo el pasado de María está perfectamente contenido en su sí; en este sí nosotros podemos leer en que ella ha consumado su vida, todo lo que ha contribuido a formar este sí, en qué cosa ella se demuestra capaz de ser como el Hijo la quiere. Y en el instante en que pronuncia el “sí”, asume respecto a Él una responsabilidad que tiene en cuenta totalmente su autonomía.
Algo similar sucede a todos aquellos a los que el Señor sostiene, que Él plasma en sí y que un día u otro encontrará. En este acto del sostener se incluyen dos momentos. Uno está todo él en lo eterno, en el plan del Hijo divino de redimir, por amor, el mundo para el Padre y de incluir en esta decisión a cada hombre individualmente, cuya misión Él prevé; el otro, está en la vida temporal de Jesús: aquí están los encuentros auténticamente humanos, cara a cara, como cuando Pedro está ante el Señor por primera vez, o bien de manera oculta y misteriosa, como cuando Jesús ve a Nataniel bajo la higuera y lo acoge, mientras quién ha sido visto y acogido no sabe aún nada de todo esto.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)
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