Hay una reticencia colectiva a admitir dónde están consiguiéndose éxitos vocacionales. Las diócesis tradicionales y las órdenes tradicionales están produciendo la parte del león de las vocaciones.
Donald Kloster, aleteia
Como alguien que ha vivido en tres continentes y en once diócesis de Estados Unidos durante su vida adulta, he visto mucho en lo que se refiere a vocaciones. Un artículo en Liturgy Guy acertaba recientemente al señalar que la respuesta a por qué crecen las vocaciones no es algo que esté más allá de nuestra capacidad. Por desgracia, nuestras diócesis suelen gastar demasiado tiempo y dinero buscando vocaciones en todos los lugares equivocados.
Que las vocaciones crezcan no es cuestión de más conferencias, más retiros, más publicaciones, más anuncios y más power points. Todo eso tiene un efecto mínimo. Es como si quedarse a la expectativa fuese a hacerle a la Iglesia algún bien. Es como si quienes tienen realmente poder no estuviesen interesados en las auténticas soluciones.
Desde mi punto de vista, da la impresión de que hay un montón de postulados apriorísticos que inhiben un verdadero crecimiento de las vocaciones. Hay una reticencia colectiva a admitir dónde están consiguiéndose éxitos vocacionales. Las diócesis tradicionales y las órdenes tradicionales están produciendo la parte del león de las vocaciones.
Como es sabido, Coca-Cola introdujo el 1985 la New Coke. Duró solo 77 días. Solo al 13% de los consumidores de Coke les gustó. ¿Dobló la compañía su inversión publicitaria en la New Coke? Después de todo, se habían gastado millones de dólares en introducir el producto... ¡Pues no! ¡Cambiaron totalmente de planes y reintrodujeron la Coca-Cola clásica! Si comparamos, nuestros obispos han hecho exactamente lo contrario en lo que se refiere a las vocaciones. Mantienen métodos que se han demostrado fallidos.
Sugiero humildemente que existe una conexión espiritual entre el nivel de vocaciones de 1965 y nuestra escasez de vocaciones, que se prolonga 52 años ya. ¿Qué es exactamente lo que hemos estado haciendo mal? Temo que una gran mayoría de nuestros actuales prelados no quieran escuchar la respuesta real, porque no encaja en sus esquemas, en su obstinada adhesión a una ideología.
En primer lugar, necesitamos un servicio del altar exclusivamente masculino. El Vaticano II nunca tuvo en mente un ejército de ministras extraordinarias de la comunión. Nunca imaginó “monaguillas”. Nunca proyectó que las lecturas del Antiguo Testamento y de las Epístolas las hiciesen (casi) exclusivamente mujeres.
Solo una diócesis en Estados Unidos obedece la más reciente Instrucción General del Misal Romano. Esta Instrucción General pide que los acólitos y lectores sean instituidos. Es un grave abuso que en las misas más solemnes de casi cualquier catedral de la nación, habiendo seminaristas que son lectores instituidos, se les prohíba desempeñar su privilegio litúrgico.
Prácticamente hemos expulsado a los hombres del servicio del altar (también como sacristanes y para recoger la colecta), con peligro para las vocaciones. Los hombres casi siempre darán un paso atrás si perciben que una tarea está reservada a las mujeres.
En segundo lugar, necesitamos un clero más identificable visualmente. La vestidura más apropiada para un sacerdote es la sotana. Luego viene el traje clerical (clergyman). Un sacerdote debe ir normalmente con chaqueta o al menos tenerla consigo. En el pasado existía también la norma de llevar bonete o teja. No puedo contar cuántas veces me han parado para una pregunta, una bendición o una confesión. Si no se me identifica visualmente, soy invisible como sacerdote disponible. Si habitualmente salgo a la calle de paisano, con mi vestimenta transmito a los demás que concedo poca importancia a mi vocación. Por algo la policía lleva uniforme. Somos su equivalente espiritual, salvo que nosotros nunca estamos “fuera de servicio”.
En tercer lugar, y lo más importante, necesitamos una penitencia obligatoria colectiva para promover las vocaciones. Quizá eso implique volver a la abstinencia de los viernes. Quizá, bajo pena de pecado venial, todos los católicos tendrían que hacer diez minutos semanales de adoración al Santísimo o de visita al sagrario. Quizá un día al mes de ayuno bajo las condiciones habituales, como en Miércoles de Ceniza o Viernes Santo.
Lincoln (Nebraska) y Guadalajara (México) son quizá las dos mejores diócesis de América suscitando vocaciones. ¿Por qué las demás diócesis no les copian? Mi desazón es que parece que, colectivamente como Iglesia, estamos contentos de que la proporción de sacerdotes por número de fieles decaiga continuamente. Como en casi todas las situaciones de la vida, si algo no funciona, lo abandonas. Es pura lógica. La tradición no es una mala palabra.
Como es sabido, la Madre Teresa de Calcuta rechazó una vez enviar a Albania a sus religiosas sin sacerdotes: “Sin sacerdotes no tenemos misa”.
Las vocaciones no son solo la parte piadosa de una “lista de deseos”. Son la necesidad básica de nuestra supervivencia como Iglesia. Cuanto antes empiecen las vocaciones a crecer (significativamente) de nuevo, antes seremos testigos de una Iglesia católica de nuevo espiritualmente más sana.
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Donald Kloster, sacerdote de la diócesis de Bridgeport (Connecticut), ha sido seis años párroco en la archidiócesis de Guayaquil (Ecuador).
Traducción de Carmelo López-Arias.
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