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lunes, 10 de febrero de 2020

Si quieres tu felicidad, busca la del otro

¿Cómo estar en paz y plenitud? La respuesta de la Biblia: “Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo; si cubres al que veas desnudo y no te preocupas por tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora

y tu llaga no tardará en cicatrizar”




Cuando pienso en mi vida me doy cuenta del peligro que corro cuando vivo con egoísmo. Pienso en mí, en lo que yo necesito. Me olvido de los demás y de sus problemas.
Busco el placer de forma obsesiva. Quiero descansar, cuidarme, estar yo bien, aunque los demás sufran. Dejan de importarme los problemas ajenos. Y paso a ser yo el centro de todo.
Acabo pensando que bastante he hecho yo por el mundo. Que ahora me toca descansar y estar yo tranquilo. La búsqueda enfermiza de mi felicidad me vuelve infeliz. Es una paradoja.
Quiero ser feliz y me obsesiono. Busco poner todos los medios a mi alcance para conseguirlo. Pero estoy enfermo y acabo buscando egoístamente que todo me salga bien y esté a mi antojo. Dice la Biblia:
“Si compartes tu pan con el hambriento y albergas a los pobres sin techo; si cubres al que veas desnudo y no te preocupas por tu propia carne, entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar”.
La condición es no preocuparme de mi propia carne. Me parece imposible. Mi carne es lo que más me preocupa. Si estoy cansado, si estoy contento, si tengo paz, si duermo bien, si me resultan mis proyectos.
Dejar de preocuparme por mi propia vida me parece una utopía. Vivo centrado en lo mío, en lo que me gusta, en mis planes y sueños. Y además todos me lo dicen:
“La emoción retenida –esa que, si no la descargamos, nos hace caer en excesos que destruyen nuestra salud mental, afectiva, física, y hacemos daño a otros– se descarga de tres formas básicas: con el ejercicio físico agotador, con la risa y con el llanto”[1].
La introspección es importante. Conocer mis desórdenes interiores. Saber de las batallas que libra mi alma en silencio. Es importante descargar esas emociones retenidas sin nombre. Esos dolores que me agotan y acaban quebrando mi salud.
Quiero reconocerlos para poder vivir de manera más ordenada y sana. Tengo que mirarme, contemplar cómo está mi alma y saber descansar. ¿Entonces? Parece contradictorio.
Por un lado, sé que tengo que cuidarme para poder darme con generosidad a los demás. Por otro lado, Jesús continuamente me pide que no viva centrado en mis preocupaciones, egoísmos y placeres.
Un corazón que se cierra en su carne es un corazón enfermo. Parece contradictorio, pero no lo es. Jesús quiere que sea generoso sin llegar a quebrarme.
Por eso me pide que amplíe mi mirada y abra mis entrañas. Si vuelvo mi mirada hacia el indigente, y me fijo en el necesitado, seré más feliz, mi vida estará más colmada.
Cuando deje de lado mis egoísmos y vuelque mi vida en un servicio desinteresado al hermano que sufre, todo fluirá desde mi interior como un río de agua viva. Y sé que entonces, sólo entonces, brillará la luz en mi interior. Tendré paz y podré darla a muchos.
Dándome seguiré teniendo agua en mi corazón y podré entregarla. Y además, al mismo tiempo, quedarán sanadas todas mis heridas. Cicatrizará mi llaga. Mi dolor será curado.
Pienso en los dolores de mi alma y en los del cuerpo. El otro día leía: “Ahora veo que en el dolor hay más sabiduría y verdad que en toda la serenidad de los sabios. Todo lo que sé lo he aprendido de los desdichados”[2].
En el dolor hay más verdad. Aprendo más de mis dolores y angustias. De mis heridas profundas. En ellas bebo de un agua viva. Pienso en todo lo que me duele por dentro. De las derrotas he aprendido tanto. Escribe Jorge Luis Borges:
“De tanto perder aprendí a ganar; de tanto llorar se me dibujó la sonrisa que tengo. Conozco tanto el piso que sólo miro el cielo. Toqué tantas veces fondo que, cada vez que bajo, ya sé que mañana subiré. Me asombro tanto como es el ser humano, que aprendí a ser yo mismo. Tuve que sentir la soledad para aprender a estar conmigo mismo y saber que soy buena compañía. Intenté ayudar tantas veces a los demás, que aprendí a que me pidieran ayuda. Traté siempre que todo fuese perfecto y comprendí que realmente todo es tan imperfecto como debe ser (incluyéndome)”.
He aprendido a sonreír desde mis tristezas. Y desde mis caídas aprendí a levantarme. Sé entonces que tengo que partir de mis heridas para acercarme al herido. Y me alegra saber que curándolos seré curado.
He descubierto que, mientras no sane mi dolor, mientras no cuide mi alma rota, no seré feliz. Y al mismo tiempo entregándome con alegría a mi hermano sanaré yo mismo.
Dejo entonces de buscarme a mí en medio de mi barro. Me decido a mirar fuera de mí, en lugar de vivir centrado en lo que me angustia.
Cuando lo haga así sé que estaré sanando mi propia alma. Mi dolor pasará a un segundo plano cuando me vuelque en el dolor de mi hermano. Mi herida no será tan grande, ni mi angustia tan profunda.
Soy más libre cuando más me doy, incluso cuando piense que no tengo nada que dar. En ese momento desaparece la necesidad de vivir pensando en mí. En mi entrega tengo más paz. 
 Carlos Padilla Esteban, Aleteia 
[1] Fernando Alberca de Castro, Todo lo que sucede importa, 163
[2] Stefan Zweig, Los ojos del hermano eterno, 64

Vea también Decálogo de Felicidad y también del Amor


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