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lunes, 27 de marzo de 2023

Evangelio del día

 

Libro de Daniel
 13,1-9.15-17.19-30.33-62.

Había en Babilonia un hombre llamado Joaquín.
Se había casado con una mujer llamada Susana, hija de Jilquías, que era muy bella y temerosa de Dios;
sus padres eran justos y habían educado a su hija según la ley de Moisés.
Joaquín era muy rico, tenía un jardín contiguo a su casa, y los judíos solían acudir donde él, porque era el más prestigioso de todos.
Aquel año habían sido nombrados jueces dos ancianos, escogidos entre el pueblo, de aquellos de quienes dijo el Señor: «La iniquidad salió en Babilonia de los ancianos y jueces que se hacían guías del pueblo.»
Venían éstos a menudo a casa de Joaquín, y todos los que tenían algún litigio se dirigían a ellos.
Cuando todo el mundo se había retirado ya, a mediodía, Susana entraba a pasear por el jardín de su marido.
Los dos ancianos, que la veían entrar a pasear todos los días, empezaron a desearla.
Perdieron la cabeza dejando de mirar hacia el cielo y olvidando sus justos juicios.
Mientras estaban esperando la ocasión favorable, un día entró Susana en el jardín como los días precedentes, acompañada solamente de dos jóvenes doncellas, y como hacía calor quiso bañarse en el jardín.
No había allí nadie, excepto los dos ancianos que, escondidos, estaban al acecho.
Dijo ella a las doncellas: «Traedme aceite y perfume, y cerrad las puertas del jardín, para que pueda bañarme.»
En cuanto salieron las doncellas, los dos ancianos se levantaron, fueron corriendo donde ella,
y le dijeron: «Las puertas del jardín están cerradas y nadie nos ve. Nosotros te deseamos; consiente, pues, y entrégate a nosotros.
Si no, daremos testimonio contra ti diciendo que estaba contigo un joven y que por eso habías despachado a tus doncellas.»
Susana gimió: «¡Ay, qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros.
Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor.»
Y Susana se puso a gritar a grandes voces. Los dos ancianos gritaron también contra ella,
y uno de ellos corrió a abrir las puertas del jardín.
Al oír estos gritos en el jardín, los domésticos se precipitaron por la puerta lateral para ver qué ocurría,
y cuando los ancianos contaron su historia, los criados se sintieron muy confundidos, porque jamás se había dicho una cosa semejante de Susana.
A la mañana siguiente, cuando el pueblo se reunió en casa de Joaquín, su marido, llegaron allá los dos ancianos, llenos de pensamientos inicuos contra Susana para hacerla morir.
Y dijeron en presencia del pueblo: «Mandad a buscar a Susana, hija de Jilquías, la mujer de Joaquín.» Mandaron a buscarla,
y ella compareció acompañada de sus padres, de sus hijos y de todos sus parientes.
Todos los suyos lloraban, y también todos los que la veían.
Los dos ancianos, levantándose en medio del pueblo, pusieron sus manos sobre su cabeza.
Ella, llorando, levantó los ojos al cielo, porque su corazón tenía puesta su confianza en Dios.
Los ancianos dijeron: «Mientras nosotros nos paseábamos solos por el jardín, entró ésta con dos doncellas. Cerró las puertas y luego despachó a las doncellas.
Entonces se acercó a ella un joven que estaba escondido y se acostó con ella.
Nosotros, que estábamos en un rincón del jardín, al ver esta iniquidad, fuimos corriendo donde ellos.
Los sorprendimos juntos, pero a él no pudimos atraparle porque era más fuerte que nosotros, y abriendo la puerta se escapó.
Pero a ésta la agarramos y le preguntamos quién era aquel joven.
No quiso revelárnoslo. De todo esto nosotros somos testigos.» La asamblea les creyó como ancianos y jueces del pueblo que eran. Y la condenaron a muerte.
Entonces Susana gritó fuertemente: «Oh Dios eterno, que conoces los secretos, que todo lo conoces antes que suceda,
tú sabes que éstos han levantado contra mí falso testimonio. Y ahora voy a morir, sin haber hecho nada de lo que su maldad ha tramado contra mí.»
El Señor escuchó su voz
y, cuando era llevada a la muerte, suscitó el santo espíritu de un jovencito llamado Daniel,
que se puso a gritar: «¡Yo estoy limpio de la sangre de esta mujer!»
Todo el pueblo se volvió hacia él y dijo: «¿Qué significa eso que has dicho?»
El, de pie en medio de ellos, respondió: «¿Tan necios sois, hijos de Israel, para condenar sin investigación y sin evidencia a una hija de Israel?
¡Volved al tribunal, porque es falso el testimonio que éstos han levantado contra ella!»
Todo el pueblo se apresuró a volver allá, y los ancianos dijeron a Daniel: «Ven a sentarte en medio de nosotros y dinos lo que piensas, ya que Dios te ha dado la dignidad de la ancianidad.»
Daniel les dijo entonces: «Separadlos lejos el uno del otro, y yo les interrogaré.»
Una vez separados, Daniel llamó a uno de ellos y le dijo: «Envejecido en la iniquidad, ahora han llegado al colmo los delitos de tu vida pasada,
dictador de sentencias injustas, que condenabas a los inocentes y absolvías a los culpables, siendo así que el Señor dice: 'No matarás al inocente y al justo.'
Conque, si la viste, dinos bajo qué árbol los viste juntos.» Respondió él: «Bajo una acacia.»
«En verdad - dijo Daniel - contra tu propia cabeza has mentido, pues ya el ángel de Dios ha recibido de él la sentencia y viene a partirte por el medio.»
Retirado éste, mandó traer al otro y le dijo: «¡Raza de Canaán, que no de Judá; la hermosura te ha descarriado y el deseo ha pervertido tu corazón!
Así tratabais a las hijas de Israel, y ellas, por miedo, se entregaban a vosotros. Pero una hija de Judá no ha podido soportar vuestra iniquidad.
Ahora pues, dime: ¿Bajo qué árbol los sorprendiste juntos?» El respondió: «Bajo una encina.»
En verdad, dijo Daniel, tú también has mentido contra tu propia cabeza: ya está el ángel del Señor esperando, espada en mano, para partirte por el medio, a fin de acabar con vosotros.»
Entonces la asamblea entera clamó a grandes voces, bendiciendo a Dios que salva a los que esperan en él.
Luego se levantaron contra los dos ancianos, a quienes, por su propia boca, había convencido Daniel de falso testimonio
y, para cumplir la ley de Moisés, les aplicaron la misma pena que ellos habían querido infligir a su prójimo: les dieron muerte, y aquel día se salvó una sangre inocente.


Salmo 23(22),1-3a.3b-4.5.6.

El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar.
El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas.

Me guía por el recto sendero,
Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque Tú estás conmigo:

tu vara y tu bastón me infunden confianza.
Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza

y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,

por muy largo tiempo.


Evangelio según San Juan 8,1-11.

Jesús fue al monte de los Olivos.
Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos,
dijeron a Jesús: "Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.
Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?".
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: "El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra".
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo.
Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí,
e incorporándose, le preguntó: "Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?".
Ella le respondió: "Nadie, Señor". "Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante".


Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.


Bulle

San Juan Pablo II (1920-2005)
papa
Mulieris dignitatem, c. 5


“El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”

     Cristo es aquel que “sabe lo que hay en el interior del hombre” (Jn 2, 25), en el hombre y en la mujer. Conoce la dignidad del hombre, lo que vale a los ojos Dios. Con su mismo ser, Cristo confirma para siempre este valor. Todo lo que dice y todo lo que hace tiene su definitivo cumplimiento en el misterio pascual de la redención. La actitud de Jesús frente a las mujeres que encuentra a lo largo de su camino durante su ministerio mesiánico es el reflejo del designio eterno de Dios que, creando a cada una de ellas, la escoge y la ama en Cristo (cf Ef 1,1-5)… Jesús de Nazaret confirma esta dignidad, la recuerda, la renueva, hace de ella un componente del mensaje del Evangelio y de la redención para el cual es enviado al mundo…
Jesús entra en la concreta situación histórica de estas mujeres, situación agravada por la herencia del pecado. Esta herencia se reconoce notablemente por la costumbre de discriminar a la mujer frente al hombre, y queda marcada por ella. Desde este punto de vista, el episodio de la mujer sorprendida en adulterio es particularmente elocuente. Al final, Jesús le dice: “No peques más”, pero antes despierta la conciencia de pecado en los hombres que la acusan… Parece que Jesús dice a los acusadores: esta mujer, con todo su pecado ¿no hace visible y por encima de todo también vuestras propias transgresiones, vuestra injusticia masculina, vuestros abusos?
Aquí se encierra una verdad que vale para todo el género humano… Se deja sola a una mujer, se la expone a la opinión pública con “su pecado”, siendo así que detrás de su pecado se esconde un hombre pecador, culpable del pecado de ella, corresponsable de este pecado. Y sin embargo, el pecado del hombre no atrae la atención, se pasa bajo el silencio… ¡Cuántas veces la mujer, de esta manera, se lo carga todo ella sola!... ¡Cuántas veces se queda sola, abandonada con su maternidad, y el hombre, el padre del niño, no quiere aceptar su responsabilidad! Y junto a las numerosas madres solteras en nuestra sociedad, debemos pensar también en aquellas que, muy a menudo, bajo diversas presiones, incluso por parte del hombre culpable “se liberan” del hijo antes de su nacimiento. Sí, “se liberan”, pero ¿a qué precio?. (EDD)

Oración

Gracias, Dios Padre Bueno, por el amor que nos tienes;
porque nos has creado a tu imagen y semejanza
en la condición de varón y mujer;
para que, reconociéndonos diferentes,
busquemos complementarnos:
el varón como apoyo de la mujer
y la mujer como apoyo del varón.

Gracias, Padre bueno, por la mujer y su misión en la comunidad humana.

Te pedimos

Te pedimos por la mujer que es hija:
que sea acogida y amada por sus padres,
tratada con ternura y delicadeza.

Te pedimos por la mujer que es hermana:
que sea respetada y defendida por sus hermanos.

Te pedimos por la mujer que es esposa:
que sea reconocida, valorada y ayudada por su esposo,
compañero fiel en la vida conyugal;
que ella se respete y se dé a respetar,
para vivir ambos la comunión de corazones y anhelos
que se prolongan en la fecundidad de una nueva vida humana,
participando así en la máxima obra de la creación: el ser humano.

Te pedimos por la mujer que es madre:
que reconozca en la maternidad el florecimiento de su feminidad.
Creada para la relación,
sea sensible, tierna y abnegada en la educación de cada hijo;
con la dulzura y la fortaleza,
la serenidad y la valentía,
la fe y la esperanza
que van forjando la persona, el ciudadano, el hijo de Dios.

Te pedimos por las mujeres buenas y generosas
que han entregado su vida para realizar la nuestra.

Te pedimos por las mujeres que se sienten solas,
por las que no encuentran sentido a su vida;
por las marginadas y usadas como objeto de placer y de consumo;
por las que han sido maltratadas y asesinadas.

Que colaboremos juntos

Te pedimos, Padre Bueno, por todos nosotros,
varones o mujeres;
que nos sepamos comprender, valorar y ayudar mutuamente,
para que en la relación, amable y positiva,
colaboremos juntos al servicio de la familia y de la vida.

Te lo pedimos por intercesión de la siempre Virgen María de Guadalupe,
Mujer, Esposa y Madre Buena,
llena de fe humilde y valiente,
que nos acompaña, sostiene y conduce
a tu Hijo Cristo Jesús,
el cual vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Por Rodrigo Aguilar Martínez, obispo de Matehuala, presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral Familiar de la conferencia episcopal mexicana

(ACI)


























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