En todos los hombres vive Dios, el milagro es lograr hablar en su lengua
CARLOS PADILLA ESTEBAN, aleteia
A veces muchos piensan hoy que la Iglesia no habla en el idioma del mundo. Por eso nadie la comprende. Es la misión más importante: hablar su idioma y así construir la unidad. No sólo en mi familia, con los míos, no sólo en mi comunidad religiosa, no sólo en la Iglesia católica, no sólo entre Iglesias.
Decía el papa Francisco al hablar de la paz: “Ungidos por el mismo Espíritu, también nosotros somos enviados como mensajeros y testigos de paz. ¡Cuánta necesidad hay de este testimonio nuestro de paz! La paz no se puede comprar. Es un don que hemos de buscar con paciencia y construir ‘artesanalmente’ mediante pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana. El camino de la paz se consolida si reconocemos que todos tenemos la misma sangre y formamos parte del género humano”.
La unidad con todo hombre. Sea cual sea su creencia, su origen, su vida. Sea cual sea su condición, su forma de ser. En todos los hombres vive Dios. El milagro es lograr hablar en su lengua.
Hablar según su sed y no según lo que yo creo que necesita. Hablar despojándome de mí mismo, acogiendo al otro, tal y como es. Entonces estoy entregando a Dios. No mi idea de Dios, sino a Dios mismo.
En Jesús, el Espíritu de Dios rompió esquemas a todos. Abrió horizontes, sembró la paz entre los hombres. Cuando estaban con Él, les hablaba del amor a todos, a los pecadores, a los samaritanos, a los fariseos, a los romanos, a los recaudadores de impuestos, a los ladrones.
Con Jesús habían aprendido a mirar al otro más allá de su pecado, de su creencia, de su origen.
Jesús abre el horizonte, no hay límites, no hay fronteras, no hay nadie que se quede fuera. Dios es para todos, la buena noticia de que Dios camina con nosotros y nos ama, es para todos.
El Espíritu Santo abre las puertas del corazón, hace que las personas no tengan miedo, se rompe el mundo pequeño en el que estaban. Salen hacia el otro, rompen su vida.
Todos en la vida tenemos alguna vez un antes y un después. Un momento en el que comenzó a cambiar todo en nuestro camino.
Como los apóstoles cuando recibieron el Espíritu Santo, que eran los mismos, pero algo había cambiado. Tenían a Dios en el alma. Por fin comprendían a Jesús. Él seguía actuando dentro de ellos.
La presencia de Jesús llenó sus vidas para siempre. Cambió su forma de pensar, de amar, de vivir. Ya no podían seguir como hasta entonces. Sus palabras tenían fuego, sus manos hacían milagros, no tenían miedo al dolor, ni a la muerte, no les importaba la persecución.
Así comienza la aventura de la Iglesia. Se abren las puertas del Cenáculo y las del alma. Se rompe el miedo. Unos hombres temerosos reunidos en torno a su Madre, se llenan de fuego y pasión.
Todo había comenzado con un anhelo, con una espera, con un ruido que llenó todos los silencios. En la fuerza de un viento que lo envuelve todo y de un fuego que se posa en cada uno, surge la Iglesia.
Una Iglesia que habla palabras que comprenden todos, porque calman la sed. Una Iglesia que acoge y sana.
Jesús se hizo palpable en los suyos, en esos hombres enamorados que aman como Él, que curan como Él. Hacen milagros, sanan con el poder de Jesús. Hablan sus mismas palabras. Miran como Jesús. Era Jesús en ellos.
Es cierto, esta vez sí, Jesús se queda para siempre con ellos, con nosotros. No nos dejará nunca. Nos quitará los miedos. Nos hará creer en lo imposible, nos enfrentará con la vida y con el mundo. Nos hará renovarnos cada día en nuestros sueños y luchar por dar la vida sin temor.
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