¡Quiero una vida contigo, Jesús!
Juan Barbudo Sepúlveda, aleteia
El desierto es un lugar para experimentar el silencio, la aridez, la soledad. Todo desierto impone porque no hay absolutamente nada a tu alrededor y percibes lo frágil y pequeña que es tu naturaleza en medio de ese inmenso mar de arena. También percibes la grandeza de Dios en el silencio y el abandono del desierto. No hay nada que te distraiga. Toda esa aridez habla de nuestra única fuente que es Dios.
El desierto es un lugar para experimentar el silencio, la aridez, la soledad. Todo desierto impone porque no hay absolutamente nada a tu alrededor y percibes lo frágil y pequeña que es tu naturaleza en medio de ese inmenso mar de arena. También percibes la grandeza de Dios en el silencio y el abandono del desierto. No hay nada que te distraiga. Toda esa aridez habla de nuestra única fuente que es Dios.
El desierto es un lugar privilegiado para encontrarse con Dios cara a cara. Son muchos los hombres y las mujeres que a lo largo de la historia se han retirado al desierto para estar a solas con Dios y vivir allí una vida exclusivamente dedicada a Él, sólo a Él, sin distracciones, sin cosas banales ni superfluas. Solo Dios basta.
El desierto también es un lugar de tentaciones. Es allí donde también surgen antiguos fantasmas que intentan alejarnos de nuestro centro y hacernos renegar de nuestra esencia más profunda.
Tal vez sea por la cercanía tan especial con Dios, o tal vez también por los sacrificios que implica aguantar las adversidades de un desierto. La dureza del desierto hace que surja con fuerza la tentación que se nos presenta bajo forma de bien: “¿Qué necesidad tienes de sufrir cuando estarías más cómodo en tu casa? ¿Estás seguro de qué es Dios a quien te has encontrado, no es una sugestión? Si fuese Dios de verdad, no te dejaría sólo y abandonado en un desierto”.
Esta misma tentación la tuvo el pueblo de Israel, que habiendo sido liberado de la esclavitud y recibiendo la promesa y el regalo de Dios de habitar una tierra prometida, empieza a dudar de esa promesa cuando se ve en medio del desierto y tiene que soportar el hambre y otras adversidades.
Aparecen los fantasmas de la duda y la desconfianza de Dios. Surge la tentación de hacer su propio plan, de volver atrás aunque ello implique volver a la esclavitud.
La tentación es siempre un engaño. Se nos presenta un mal, una actitud de rebeldía hacia Dios, bajo forma de bien y de felicidad.
El que cae en la tentación normalmente no tiene la intención de hacer el mal que no desea, sino que, simplemente, se ha dejado arrastrar por una felicidad o un bien que no es real y que está fuera de la órbita de Dios.
Lo que está en el fondo de la tentación es un apartarse de Dios y poner en el centro otras cosas, tal vez urgentes, pero superfluas e innecesarias al final.
Somos mucho más tentados de lo que creemos. El mayor tentador es el demonio. No le interesa que estemos cerca de Dios. No nos quiere bien y por eso su mayor afán es apartarnos del amor de Dios y hacernos caer en el pecado.
Jesús deja al descubierto las intenciones del demonio. Éste lo que quiere es seducirnos con los bienes materiales y convencernos de súper poderes inexistentes. Intenta presentarnos un mundo mejor y más feliz pero por nuestra cuenta, sin Dios.
Aquí está la receta frente a las tentaciones: estar muy unidos al Espíritu Santo. Implorar su ayuda para dilucidar y ver el engaño y la falacia en tantos argumentos, aparentemente buenos, que nos presenta nuestro mundo.
Tenemos que contar siempre con la ayuda de Jesús que vence todas las tentaciones y al que las provoca. No en vano, una de las frases que reza Jesús dirigiéndose al Padre es la de: “No nos dejes caer en la tentación y líbranos de todo mal.”
No quiero hacer mi propio plan, no quiero trazar un camino paralelo a Dios. ¡Quiero una vida con Dios! Señor, ¡no me dejes caer en la tentación!
Por el padre Juan
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