El padre Sergio Argüello comparte una experiencia extraordinaria: dos señoras llamaron a su puerta y le pidieron ir a atender a su padre moribundo pero ¡imposible que fueran sus hijas!
Sabía que este día iba a ser especial, pero nunca me imaginé de la manera en que lo sería.
Un día antes me fui a dormir temprano, justo después de mi Hora Santa, así es que contento y descansado me levanté a las 3 de la mañana. Ahora sí que le gané al gallo de mi vecino y yo lo desperté a él, pero qué más puedo hacer, soy una persona matutina, me concentro más a estas horas.
Tenía dos horas para preparar mi evangelio del día, un Rosario por los matrimonios en problemas que había prometido.
Para obligarme a escribir, y no distraerme, decidí no bajar a por mi café hasta que acabara todas mis tareas, así es que en cuanto acabé fui a la cocina para preparar un buen café con leche, que es mi favorito.
Me recuerda a mis tiempos en Mérida cuando don Iván y doña Landi me invitaban a un café lechero.
Una llamada de madrugada
Justo terminando mi café, me disponía ir a la oficina para ver mi agenda del día —ya sé que si no la reviso, todo se me pasa— cuando escuché que tocaban la puerta.
«¿Y ahora quien será?». Nadie nos visita a esta hora de la madrugada. Bueno, tal vez les hablan a los vecinos… Pero no, estaban tocando a nuestra puerta.
Me acerqué y abrí. Había dos señoras muy apresuradas que me dijeron: «Padrecito, venga, por favor, mi papá está muy enfermo, confiéselo, y dele los santos viáticos».
Les pregunté: «¿Y su papá realmente quiere confesarse?». Ellas se miraron unas a las otras, y respondieron: «Claro padre, nuestro papá es muy devoto del Sagrado Corazón».
(Ya mejor trato de preguntarles porque la semana pasada visité a un enfermo que terminó echándome de su casa, jijiji).
¿Quiénes eran esas dos mujeres?
Les regalé una sonrisa y les dije: «Qué bendición, entonces sólo dejen, me quito mi pijama y voy por lo que necesito».
Me metí rápidamente, y pensaba: qué bueno que me alcancé a tomar mi lechero.
Salí lo más veloz que pude. Ya a mi edad no corro tanto, y nos pusimos en camino con las hermanas, a quienes honestamente no recordaba haber visto en el pueblo.
Pero eso no me pareció raro porque soy francamente muy olvidadizo —pienso que esto es bueno al momento de confesar, porque de un momento al otro se me olvidan los pecados.
Caminando cruzamos la plaza. Me sorprendió ver que doña Celestina ya estaba barriendo la comisaría. La alcancé a saludar de lejos.
La sorpresa en casa del anciano
Caminamos otras tres cuadras y llegamos a una casa. Inmediatamente supe que era allí porque había dos personas fuera y a leguas se les miraba tristes.
Entramos y allí en la única habitación que tenía la casa (la cual servía de cuarto, cocina, recibidor y hasta de capillita, pues tenían su altar al Cristo Negro de Esquipulas), estaba el enfermito, un señor ya muy mayor, acompañado de su esposa.
Ya dentro, la esposa al verme se puso muy contenta y me preguntó: «Ay, padre, qué bueno que llegó, lo necesitamos mucho, ¿cómo se enteró de que mi esposo está muy grave?».
«Ellas, sus hijas me trajeron». Volteé hacia atrás y no vi a nadie. Sentí que se me caía el corazón. Me asomé rápido a la calle y solo estaban los hijos del enfermito.
Miré de nuevo a la mujer y le sonreí —para que no pensara que estaba yo loco—. Y dijo ella sorprendida: «Padrecito, qué dice, mis hijas viven en Estados Unidos».
Y en una actitud de comprensión me dijo: «No se preocupe padre. Lo bueno es que está aquí. Mi querido Tranquilino necesita confesarse». Le pedí que saliera mientras lo confesaba.
Promesa del Sagrado Corazón
Me acerqué al señor, y le pregunté si era su deseo confesarse. Él abrió los ojos y muy despacio, con las últimas fuerzas que le quedaban afirmó: «Sí quiero, señor cura».
Así es que me senté en la cama, lo tomé de las manos: «Ave María purísima»… Y aunque le costaba mucho trabajo hablar, don Tranquilino se confesó con mucha devoción.
Pero cuando después de la absolución me dispuse a llamar a su esposa e hijos, él me apretó suavemente mis manos y me dijo:
«Padrecito, tranquilo, a usted lo trajo el Sagrado Corazón, siempre hice los Viernes Primeros, y él me prometió que no partiría de este mundo sin confesarme…«.
«Gracias por enviarme»
Qué momento tan maravilloso, todo lo entendí. Me sentía pequeñito, como si estuviera en un sueño, y un poco aturdido. Hicimos oración, me despedí. De camino venía rezando:
«Ay mi Sagrado Corazón, así es que fuiste Tú quien me mandó a sus hijas ausentes, para venir a ver a su papá; te doy las gracias por haber acomodado todo, para que yo me despertara temprano, y estuviera listo para confesar a don Tranquilino, que ahora sé, es uno de tus hijos consentidos, gracias por enviarme Señor».
Desde aquel día hago siempre los Viernes Primeros, soy un pecador y mi Dios sabe hasta donde el pecado ha tocado mi corazón, estoy arrepentido por fallarle, y quiero irme al Paraíso. Anhelo disfrutar su Presencia…
De vez en cuando, estando solito en la iglesia, me pongo de rodillas ante el Sagrado Corazón, y le suplico:
«Soy indigno de Ti, pero necesito tu perdón. Cuánto me gustaría que me concedieras la misma gracia que a don Tranquilino y el último día de mi vida me mandaras a un sacerdote para no morir sin los santos viáticos. Amén…».
No sé, pero de vez en cuando me siento feliz y contento. Mi fe me dice que me dará lo que le he pedido. Solo me pregunto: ¿a quién mandará esta vez y cómo le hará para llamarlo?
Sergio Argüello Vences, Aleteia
Vea también Culto perpetuo al Sagrado Corazón de Jesús
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