La Semana Santa nos invita a sumergirnos de lleno en las inabarcables dimensiones del inefable misterio del santo sacrificio de Cristo en la Cruz. ¡Y el tiempo de Pascua nos invita a seguir profundizando en el misterio de su Resurrección!

Te invito a que veas aquí cinco enseñanzas que nos deja Santo Tomás de Aquino, «el más sabio de los santos y el más santo de los sabios».

Así, bajo su tutela, podrás profundizar en esta Buena Noticia que repetimos una y otra vez en el tiempo de Pascua. Que Cristo ha vencido a la muerte y nos ha hecho partícipes a nosotros, indignos, de su vida inmortal.

¿Por qué tuvimos que ser salvados?

Para responder a esta pregunta que nos puede surgir en Semana Santa y en el tiempo de Pascua, nos podemos apoyar en esta consideración que hace el Aquinate al respecto de nuestra naturaleza:

«La naturaleza del hombre puede ser considerada en un doble estado: el de integridad, que es el de nuestro primer padre antes del pecado, y el de corrupción, que es el nuestro después del pecado original».

Es decir, desde que el pecado nos dañó, nos pasa lo que en palabras de San Pablo: «Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero» (Romanos 7, 19).

Por tanto, dada esta deficiencia nuestra, necesitamos como un «plus» para poder alcanzar aquellos bienes sobrenaturales que están por encima de nuestras fuerzas.

Necesitábamos, para alcanzar a Dios, que Él mismo salde nuestra deuda, pues el daño era humanamente impagable.

«Así, pues, en el estado de naturaleza íntegra, el hombre solo necesita una fuerza sobreañadida gratuitamente a sus fuerzas naturales para obrar y querer el bien sobrenatural. En el estado de naturaleza caída, la necesita a doble título: primero, para ser curada, y luego, para obrar el bien de la virtud sobrenatural, que es el bien meritorio» (Summa Theologiae i-iiae, q 109, a 2, corpus).

Tuvimos que ser salvados, en suma, porque estamos enfermos. El pecado nos ha enfermado, pero Cristo, nuestro Médico (Mateo 9, 12), nos salva por medio de su padecimiento (Isaías 53, 5).

La Redención está unida a la Creación

Dice Santo Tomás en uno de sus himnos:

«Nos fue dado, nos nació de una Virgen sin mancilla; y después de pasar su vida en el mundo, una vez esparcida la semilla de su palabra, terminó el tiempo de su destierro dando una admirable disposición» (Pange Lingua Gloriosi, 2da estrofa)

Termina esta estrofa diciendo «admirable disposición». Esto, como observamos en otro artículo, se refería a un hecho fundamental: el acto de la Redención hace eco de la Creación del mundo. Porque, por medio de la Pascua, Cristo ordena lo que había sido desviado de su naturaleza.

Por eso decimos que Cristo es el nuevo Adán y María la nueva Eva. Y que, del mismo modo que por un árbol (en el Edén) vino el pecado al mundo, por otro árbol (la Cruz) este salió.

Al alejamiento de Dios, que Santo Tomás designa en otro escrito con el nombre exitus, vino el reditus. Esto es el sacrificio pascual por medio del cual Jesús mismo nos redime y, junto a nosotros, a toda su Creación.

Este es el milagro, el misterio, el acto maravillosísimo de la Pascua, que repetimos especialmente en este tiempo. Que gracias a ella, toda la humanidad y toda la Creación vuelve hacia el Señor no solo al estado anterior suyo, sino a uno mejor. No solo a una disposición buena, sino admirable.

Dios nos sigue creando y nos sigue salvando

tiempo de Pascua

Santo Tomás habla de que toda creatura que existe en acto (es decir, que existe verdaderamente y no solo en potencia) posee algo llamado «acto de ser» (esse).

Este es un tema complejo, pero podemos razonarlo así: nadie eligió nacer, tampoco puede elegir dejar de existir. Por tanto, es evidente que si no tenemos el poder de darnos el ser ni de quitárnoslo, tampoco tenemos el poder de mantenernos en la existencia.

Mirémoslo así: imaginemos que empujamos una caja de cartón. Esta caja va a avanzar pero, si dejamos de empujarla, se va a detener. No sigue avanzando. ¿Por qué? Pues porque la caja no tiene en sí misma la causa de su movimiento: esta le viene de afuera, de nuestra acción. Por tanto, siempre se va a detener, a menos que la sigamos moviendo.

Pues bien, lo mismo pasa con Dios y con nuestra existencia:

«Todas las creaturas necesitan de la divina conservación pues el ser de cualquiera de ella depende de Dios de tal modo que ni por un momento podrían subsistir, sino que volverían a la nada, si la acción del divino poder no las conservase en el ser» (Summa Theologiae I, q 104, a1, corpus).

Dios nos mantiene ahora mismo en la existencia. A ti, a mí y a todos. Si nos dejara de pensar al menos por un momento, ¡puf! desapareceríamos, dejaríamos de existir. Y no hablo de morir: hablo de dejar de existir. ¿Te lo imaginas? Yo tampoco.

¿Qué tiene esto que ver con la Semana Santa, la Redención, el tiempo de Pascua…?

Bueno, pues lo mismo pasa con la Pascua. Del mismo modo que Dios no nos creó una vez, sino que nos sigue creando, no es que Jesús nos salvó una vez hace dos mil años y colorín colorado.

No: Él nos sigue salvando, porque su acción es un ephapax. Es decir, un hecho que si bien sucede una vez tiene, como toda acción divina, un peso de eternidad.

La Cruz no pasó hace dos mil años. Ella se vuelve a repetir y con ella toda su Pasión en cada Eucaristía, de cada misa, de cada iglesia, de cada lugar del mundo. Y especialmente en Semana Santa.

Este es un misterio de tal grandeza que ni alcanzan las palabras para explicarlo ni la mente para entenderlo. Solo podemos abrir nuestros corazones para agradecerlo.

La entrega de Cristo fue (y es) multifacética

tiempo de Pascua

En la estrofa anterior del Pange Lingua Santo Tomás llama a la estadía de Jesús un «destierro». Justamente porque Él, que es Rey, pero no de este mundo (Juan 18, 36), se rebaja a una posición infinitamente inferior para salvar a sus servidores.

Por tanto, la Pascua no fue un hecho más de la vida de Jesús. Es el momento decisivo, el centro desde el cual estructuró toda su vida en la tierra, haciendo todo lo posible por nuestra salvación:

«Se dio, naciendo, como compañero; comiendo se entregó como comida; muriendo se empeñó como rescate; reinando, como premio se nos brinda» (Verbum Supernum Prodiens, 4ta estrofa)

Y justamente por eso entre sus últimas palabras Jesús dice: «Todo está cumplido» (Juan 19, 30).

No basta creer en la Pascua: hay que ser pascuales

tiempo de Pascua

Contrario a las afirmaciones que en un futuro declinarían en la herejía protestante, Santo Tomás expresa la propia incapacidad de la fe en darnos la Salvación:

«Más debe saberse que, aunque Cristo ha merecido suficientemente con su muerte en favor del género humano, debe buscar, sin embargo, cada uno los remedios de su propia salvación; pues la muerte de Cristo es como una causa universal de la salvación, como el pecado del primer hombre fue una causa universal de condenación Pero es necesario que la causa universal sea aplicada especialmente a cada uno, para que participe del efecto de la causa universal» (Summa Contra Gentiles, lib. 4, cap. 55).

Por tanto, no es suficiente que creamos en Jesús y en su sacrificio. ¡Es un gran paso, claro! El primero de todos y el más importante. Sin embargo, no es suficiente.

Al obrar sigue el ser, y una vez que nos declaramos cristianos debemos obrar como tales.

¿Creemos en Jesús? ¿Creemos en su Pascua…? Bárbaro, entonces hay que obrar en consecuencia. Pues «pascua» viene del hebreo (פסח, pésaj) y significa «salto». Los judíos celebraban el «salto» de la esclavitud en Egipto hacia la libertad.

Nuestro salto, sin embargo, es aún más grande: saltamos desde nuestra mugre hasta el Cielo. Pero ¡cuidado! Nos dice Santo Tomás: no tenemos alas.

Necesitamos que nos sostengan, necesitamos de Cristo para salvarnos, pues ni la sola fe en Él basta ni tampoco solo meras obras buenas. Ambas juntas, creencia y obra, son las que nos dan la vida eterna, pues muerta es la fe que carece de obras (Santiago 2, 17).

¡Santo Tomás de Aquino, ruega por nosotros en este tiempo de Pascua para comprender este misterio!

Artículo elaborado por Thiago Rodríguez, CatholicLink

Vea también   Historia de la Pascua