“El resplandor en torno a la Santísima Virgen se hacía cada vez mayor y ya no se veía la luz de la lámpara que había encendido José. La Santísima Virgen estaba vuelta a Oriene y arrodillada sobre su
colcha de dormir, con su amplio vestido suelto y extendido en torno a ella”.
Este fue el momento justamente previo a que la Virgen María diera a luz a
Cristo, el Salvador, tal y como lo relató la beata Ana Catalina Emmerich,
que recibió el don especial para revelar cómo fue la vida de Jesús y la propia
María a través de lo que ella llamaba “cuadros”, una especie de fotogramas
que veía al mismo tiempo que se producían estos acontecimientos históricos.
Las visiones de una beata que tuvo los estigmas de la Pasión Esta religiosa alemana, declarada beata, sufrió los estigmas de
Jesús y se alimentaba únicamente de la Eucaristía. Esta humilde
mujer nació a finales de siglo XVIII y aunque sus visiones no son dogma de
fe, la Iglesia considera particulares de gran valor para acercarse, en este caso,
a la figura de la Virgen. Durante un largo tiempo el escritor Clemente
Brentano fue recogiendo de boca de la Emmerich estas visiones y
En su relato, la monja agustina explica con detalle todo lo que vio de este
momento clave para la humanidad. Así, recuerda que “a las doce de la noche
(la Virgen) se quedó arrobada en oración: la vi elevarse sobre la tierra de
modo que podía verse el suelo debajo (…) Entonces ya no vi más el techo
de la gruta, y una vía de luz se abrió entre María y lo más alto del
Cielo con un resplandor cada vez más alto”.
Coros de espíritus celestiales Según explicaba la beata, “en esta vía de luz apareció un maravilloso movimiento de glorias que se interpretaban y se acercaban
perceptiblemente en forma de coros de espíritus celestiales”.
Y entonces se produjo el Nacimiento del Mesías, el Señor, pues “la
Santísima Virgen, que levitaba en éxtasis, rezaba ahora mirando
hacia abajo, al suelo, a su Dios en cuya madre se había convertido,
que yacía ante ella en el suelo como un recién nacido desvalido”.
Así vio Ana Catalina Emmerich a Jesús recién nacido: “Vi a Nuestro
Salvador como un niño muy pequeño y refulgente cuya luz
sobrepasaba la del esplendor circundante, acostado en la manta
delante de las rodillas de la Santísima Virgen. Para mí era como si fuera
muy pequeñito y se fuera haciendo más grande ante mis ojos. Pero todo esto
solo era un movimiento del otro resplandor tan grande, que no puedo decir
con seguridad cómo lo he visto”.
El niño, sostenido en brazos por María Siguiendo con esta visión en la gruta de Belén, cuenta que la Virgen
“estuvo así arrobada todavía un rato y vi que le puso al niño un paño,
pero no lo tomó en brazos ni lo levantó. Al cabo de un largo rato vi
que el niño rebullía y lo oí llorar, y entonces fue como si María
volviera en sí: levantó al niñito de la alfombra y lo envolvió en
el pañal que le había puesto encima y lo sostuvo en brazos junto a su
pecho. Luego se sentó y envolvió completamente al niño en su velo: creo
que María daba de mamar al Salvador. Entonces vi en torno a ella ángeles
de figura totalmente humana adorando con el rostro en el suelo”.
Un poco después recuerda la humilde monja, a la que gracias a sus
indicaciones se hallaron los restos de la casa de la Virgen en Éfeso, que
“ya habría pasado más de una hora desde el nacimiento cuando
María llamó a José, que todavía estaba en oración. Cuando se
acercó, se postró sobre su rostro con fervor, alegría y humildad, y sólo se
levantó cuando María le pidió varias veces que lo apretara contra su corazón
y diera gracias alegremente por el sagrado regalo del Altísimo. Entonces
José se incorporó, recibió en sus brazos al niño Jesús y alabó a Dios con
lágrimas de gozo”.
Sumidos en la contemplación A continuación, prosigue la beata con su visión, “la Santísima Virgen
envolvió al niño en pañales. En este momento no recuerdo la forma de envolverlo en pañales, sólo sé que uno era rojo, y sobre él una envoltura
blanca hasta debajo de los bracitos y otro pañalito más por arriba hasta la
cabecita. María solamente tenía cuatro pañales”.
"Luego vi a María y José sentados en el suelo desnudo con las piernas
cruzadas uno junto a otro. No hablaban y parecían sumidos en contemplación. Sobre la alfombra delante de María yacía
envuelto como un bebé, Jesús recién nacido, hermoso y
radiante como un relámpago. ¡Ay!, pensé, este lugar contiene
la salvación del mundo entero y nadie tiene ni la menor idea”, recogía
Brentano de labios de la monja alemana.
Después de esto colocaron al Niño en el pesebre, que según Emmerich,
“estaba lleno de juncos y hierbas finas y revestido con un cobertor que colgaba
por los costados. El pesebre estaba encima del abrevadero de piedra
que había a la derecha de la entrada de la cueva”.
María y José lloraban de alegría Una vez que María y José dejaron ahí al niño, “los dos se quedaron de
pie a su lado cantando himnos entre lágrimas de alegría”.
El gozo de la Creación El Nacimiento de Cristo recorrió el mundo y cuenta que “Vi que los corazones de muchas buenas gentes se llenaron de jubiloso anhelo, y los corazones de los malos de gran temor. Muchos animales se movían alegremente, y en muchos lugares vi que las flores se enderezaban y que las hierbas, árboles y arbustos expandían aromas y destilaban bálsamos. Muchas fuentes se hinchieron y brotaron, y en la cueva de la loma al sur de la Cueva del Pesebre brotó una caudalosa fuente a la hora que nació Jesús, que a la mañana siguiente San José enmarcó y la preparó un cauce”.
La llegada de los pastores A la mañana siguiente llegaron tres mayorales de los pastores a los que el Ángel se les había aparecido aquella noche. “Cuando llamaron tímidamente a la Cueva del Pesebre, San José salió a recibirlos cordialmente. Ellos le dijeron lo que les había anunciado esa noche el ángel, y que venían a adorar al Niño de la Promesa y a regalarle sus pobres dones. José aceptó sus regalos con humilde gratitud e hizo que llevaran los animales a la cueva cuya entrada estaba junto a la puerta Sur de la Cueva del Pesebre, adonde los acompañó”.
Ana Catalina Emmerich prosigue asegurando que José “luego llevó a los tres mayorales a ver a la Santísima Virgen, que estaba junto al pesebre sentada en el suelo encima de una manta con el Niño Jesús en el regazo. Los pastores, con sus cayados en la mano, se hincaron de rodillas humildemente delante de Jesús. Lloraban de alegría y permanecieron mucho rato con gran dulzura y sin palabras. Luego cantaron el himno de alabanza que los ángeles habían cantado esa noche y un salmo que he olvidado. Cuando quisieron despedirse, la Santísima Virgen les puso a uno tras otro el Niño Jesús en brazos. Se lo devolvieron con lágrimas y abandonaron la cueva”.
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