El feminismo de Victoria Ocampo: fraguado en el diálogo y desde el diálogo con los hombres
Ha llegado a mis manos de manos de su editor, Miguel Ángel Blázquez, un libro apasionante, conmovedor, verdadero y rabiosamente humano de Victoria Ocampo: La mujer y su expresión. Apología de un feminismo original. El libro reproduce la edición original realizada en 1936 por la editorial Sur de Buenos Aires y se puede encontrar en librerías de toda España, en Amazon y también en su edición limitada. Una obra, que a pesar del tiempo en que fue escrita, sigue siendo plenamente actual.
Victoria Ocampo (1890-1979), como escritora, ensayista, traductora, editora y mecenas, no es una mujer sin más. Es el reflejo de cómo la lucha por los derechos y las libertades de las mujeres ha requerido años y años de defensa contundente, de argumentaciones serenas y muy críticas que rozaban la ilegalidad, ante discursos afincados en una visión paternalista y patriarcal que hoy nos parece inaceptable.
Es el suyo un feminismo muy fraguado en el diálogo y desde el diálogo con los hombres, algunos de cierto renombre con los que se atrevió a discutir, con argumentos y palabras, muchos de los grandes temas que se debatían en Argentina y también en muchos otros lugares del mundo.
A juicio del editor, sus textos ofrecen una mirada renovada sobre el tema de la mujer que invita al diálogo. «En medio del ruido mediático constante respecto al feminismo, el pensamiento de Victoria Ocampo sigue siendo vigente y sorprendente […]. Fueron escritos por una mujer nacida en una familia aristocrática de estructura y costumbres patriarcales y en un país como la Argentina, donde los derechos de las mujeres eran muy limitados en aquellos tiempos, lo que por desgracia sucedía también en otros países.» Todavía hoy sigue siendo un problema pendiente que se ha tornado punzante y que requiere de toda nuestra reflexión y atención, a pesar de ser tan manido que lo soslayamos.
En su ensayo La mujer y su expresión comienza contando cómo un hombre de negocios, haciéndole unos encargos a su mujer, empezaba: «No me interrumpas», convirtiendo la obediencia de la mujer en un monólogo del varón sin que ella tuviera ocasión de emitir sonido alguno.
Victoria, al comenzar su discurso -que es una conferencia retransmitida radiotelefónicamente al público de España y Argentina en 1935-, pide que la interrumpan.
No quiere monólogos, no le hacen feliz. «¿Y cómo podría yo saber que estáis presentes, que me escucháis, si no me interrumpís? Me temo que este sentimiento sea muy femenino. Si el monólogo no basta a la felicidad de las mujeres, parece haber bastado desde hace siglos a la de los hombres». El monólogo ha sido la forma predilecta de expresión adoptada por el hombre.
Pero Victoria Ocampo es una mujer de armas tomar y piensa que «la mujer se ha resignado a repetir, por lo común, migajas del monólogo masculino […] Pero, a pesar de sus cualidades de perro fiel que busca refugio a los pies del amo que la castiga, ha acabado por encontrar cansadora e inútil la faena.»
El proyecto de una edición así de textos de Victoria Ocampo, llevado a cabo por un hombre como Miguel Ángel, el editor, da cuenta de que el asunto del feminismo no es cosa sólo de mujeres. «Ella encarnaba una propuesta -en mi opinión-, más interesante y constructiva para la mujer y para el hombre, que merece la pena volver a mirar hoy en día».
Es cierto que el feminismo contemporáneo se ha polarizado, ideologizado y menospreciado por parte de progresistas y conservadores. También en el ámbito cristiano, donde el discurso radicalizado no ha invitado a sus representantes a dialogar buceando en una historia cuyos logros se han visto desdibujados y malinterpretados por la ideología de turno. La historia del feminismo, en sus aciertos y en sus fracasos, ha traspasado las fronteras de lo que hoy llamamos un feminismo real, necesario y universal.
Que muchos cristianos no quieran saber nada del feminismo, que consideren que es mejor defender un concepto idealizado de matrimonio -e incluso de la mujer- por encima de las personas, porque las corrientes de pensamiento se hayan tensionado, no genera un diálogo real y serio sobre muchos problemas que siguen sufriendo las mujeres en el ámbito de las relaciones laborales, familiares, económicas y sociales.
Hacerlo significaría poner sobre la mesa la vasta realidad de los problemas concretos en lugar de vender una idea -parcial y reducida- de lo que supone ser mujer. Significaría apostar por defender a las mujeres de carne y hueso: las que se ven solas cuidando de los hijos que han decidido tener sin abortar a pesar de la presión social; las que abortan porque también quieren ser ayudadas; las divorciadas con hijos a su cargo que no desean rehacer sus vidas con otro hombre después de experiencias traumáticas; las que sí rehacen sus vidas con ilusión porque es justo el deseo de sentirse amadas de verdad; las que apuestan -solas y sin ayuda- por cumplir con sus sueños profesionales sin renunciar a tener una vida familiar feliz; las que no se prostituyen aunque no lleguen a fin de mes; las que sí lo hacen porque el Estado no hace nada por protegerlas dándoles otras alternativas; las que sufren violencia y maltrato, silenciadas y abandonadas en un entorno hostil donde el sufrimiento y la defensa de la verdad no importan, prevaleciendo la mentira y las «versiones» -o perversiones- de una realidad siempre matizada, cuando no tergiversada.
En definitiva, apostar por el feminismo es apostar por todas ellas, las que tienen tanto que callar y -lo hagan o no- siguen adelante, optando por cuidar y cuidarse, vivir, ser madres, criar a sus hijos, trabajar y ser felices, con maridos o sin ellos y, de este modo, libres de participar como quieran de la vida social, económica y familiar. Ellas son las que trabajan para transformar su entorno más cercano, mientras el mundo vende discursos que silencian los múltiples ataques de violencia que todavía hoy se ejercen contra las mujeres, de forma sibilinamente solapada o claramente manifiesta y manipulada. De hecho, es curioso que la nueva cultura woke venda la defensa de las víctimas como ideología de consumo, meras abstracciones, mientras la realidad sigue siendo desigual, violenta y discriminatoria. Siempre la tolerancia convertida en coartada, camuflando la defensa de una diferencia que se sitúe lo suficientemente lejos como para que no nos contamine ni nos urja a cambiar nuestro modo liberal y aburguesado de vivir.
No queremos discursos abstractos que defiendan a la mujer, sino una clara voluntad social y política de agendar todos aquellos dramas que siguen sufriendo en muchísimos países -incluido el nuestro- donde la pobreza, la desigualdad cultural y social, la brecha entre el campo y la ciudad, etc., son elementos que hacen que se mantenga una visión machistaque no reconoce el valor de las mujeres y las concibe a plena disposición del varón en todas las esferas de la vida, también en la sexualidad. Extremos inaceptables siguen siendo los de la trata y la prostitución, una corrupción desgraciadamente muy extendida en nuestros países y en la que los intereses económicos evitan a toda costa su erradicación.
Tampoco el camino es presentar a la mujer como un sujeto autónomo que para hacer frente a una estructura social construida durante siglos por hombres, tenga que asumir los mismos valores androcéntricos basados en criterios de poder y competitividad, asimilacionista en los modelos de comportamiento, mientras los varones siguen despreocupados de sus obligaciones con respecto al hogar y a los hijos. La complementariedad real exige la igualdad en la dedicación al amor, con todo lo que ello implica desde la diferencia, no hombres rezagados ni mujeres superwoman.
Abrir las páginas de un libro como el de Victoria Ocampo es respirar aire fresco, es creer que todavía es posible apostar por una igualdad real que deje a salvo las diferencias y poder hacerlo sin resentimiento contra los hombres, sin tener que camuflar o esconder la Historia, con sus miserias pero también con sus logros, sin discursos manufacturados en clave falsamente progresista, o también -lo que a menudo se nos cuela- en clave falsamente cristiana: la que considera que defender la «familia tradicional» -que en realidad es la familia burguesa con clara división de roles- es conservar el legado de un Cristianismo moralista que sólo es capaz de entender que el paternalismo sobre la mujer sigue siendo el mejor remedio a sus problemas.
Si en algo es pionera Victoria Ocampo, es en no dulcificar los problemas de las mujeres, invitándonos, como expresa el editor de esta obra que presentamos, «a un coloquio fecundo y novedoso. Interpela también al género masculino con un discurso duro, transgresor y sin duda arriesgado, teniendo presente la situación y la época en la que fueron escritos estos textos.»
Sin embargo, no abdica de la maternidad, como expresión también de la mujer: «El niño, por su sola presencia, ha exigido de la mujer consciente que se expresara, y que se expresara del modo más difícil: viviendo, viviendo ante él». La mujer deja su huella indeleble en el niño, modelándola, «y la resistencia del hombre a reconocer que la mujer es un ser tan perfectamente responsable como lo es él mismo, resulta absurda y graciosa cuando se advierte la tamaña contradicción que encierra: la de haber dejado, desde hace siglos (por ignorancia sin duda), pesar sobre un ser irresponsable la mayor responsabilidad de todas: la de moldear a la humanidad entera en el momento en que es moldeable y la de dejar su sello impreso en ella.»
Es por ello que sus argumentos rebatieron incluso las opiniones de algunos magistrados, atreviéndose a exponer con claridad una ridícula distinción entre los hijos naturales y los «adulterinos». Veamos un extracto recogido en la Introducción del libro al que nos referimos:
Pasamos de ese tema al de los hijos naturales y adulterinos. Claro que yo encontraba absurdo que a estos recién venidos a nuestro valle de lágrimas se les condenara a expiar las culpas —si culpas había— de sus progenitores. Ingenuamente —para el magistrado— yo pensaba que todos los hijos eran naturales y que sólo a los padres podía acusarse de no serlo. Esta afirmación enardeció a mi interlocutor. Respondió que no se podía exponer al hombre a caer en la trampa de alguna aventurera capaz de destruir su hogar, si su flaqueza humana era tentada más allá de sus fuerzas. Para sacarle plata ¿qué no podía inventar una mujer sin escrúpulos si la ley no intervenía? Si los hijos eran todos iguales ante la ley, la paz del hogar se vería para siempre comprometida, amenazada y destruida. Le pregunté entonces si no había alguna ventaja en que los hombres aprendieran a resistir mejor a sus tentaciones y a saber a lo que se exponían. Sonrió entonces con indulgencia paternal: “Los hombres, señora, son a menudo débiles ante la tentación. Es menester, pues, que la ley lo tenga en cuenta y los proteja”. La réplica nacía sola: “¿Y las mujeres?” No. Las mujeres, si eran respetables, sabían resistir a tentaciones que sólo eran incoercibles —y por eso mismo excusables— en los hombres. “Las aventureras”, expertas en las debilidades masculinas, aprovecharían más de lo que lo hacían hasta ahora si la ley les proporcionaba los medios. Para el magistrado en cuestión era siempre la mujer la que ofrecía el fruto del árbol del bien y del mal. Acerca de esto se expresaba con tono cortante. Los hijos legítimos, nacidos de matrimonios legales, tenían que ser protegidos. ¿Los otros?… Su situación era de lamentar, pero ¿qué podía hacerse? Hay fatalidades así en la vida. ¡No! grité. Ese es precisamente el caso en que la fatalidad no entra en juego, sino el egoísmo de los hombres. Por toda respuesta volvió a preguntarme qué había visto en mi familia. Por fin me dijo: “Señora, usted es viuda, ¿no? E independiente desde el punto de vista económico”. Contesté “sí” por primera vez en esa entrevista. “Entonces —prosiguió— ¿por qué preocuparse de problemas que no son los suyos?”.
Su mensaje es fuerte y contundente. Transgresor y categórico, pero también conciliador. Porque el feminismo no es solo cosa de mujeres, sino una llamada de atención a todos, que requiere también del hombre, de su mayor conciencia y responsabilidad, pues «para que el hombre y la mujer puedan cooperar el uno con el otro es menester que desaparezcan, de parte del hombre, su moral coercitiva y patriarcal ([…] imposición y predominio absoluto de un sexo sobre el otro); de parte de la mujer, el punto de vista falseado que ha podido crear en ella el antagonismo de sexo, la rebelión contra el opresor».
Gracias a personas como Victoria Ocampo, la expresión de la mujer ha recorrido un largo camino que hace que el verdadero feminismo siga siendo plenamente necesario. Una expresión que ha enriquecido todos los ámbitos de la existencia, «aunque de una calidad secreta y sutil menos llamativa, como es menos llamativo el plumaje de la faisana que el del faisán.»
Ojalá los textos que se editan en esta obra que considero una verdadera joya, sirvan para que muchos nos acerquemos a una nueva mirada sobre la mujer sin los velos de la ideología que -por parte tanto de progresistas radicales, como de conservadores acérrimos y aun de cristianos titubeantes- han impedido y siguen impidiendo un verdadero diálogo que «aporte una visión diferente sobre el feminismo para las mujeres y los hombres del siglo XXI».
Feliciana Merino Escalera, Aleteia
Vea también El plan de los feministas para la Iglesia católica
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