Esta tarde comienza la Semana Santa, un
tiempo para reflexionar sobre los últimos días de la vida de Jesús,
empezando por su entrada en Jerusalén. En el Evangelio de hoy, oímos cómo
las autoridades judías tomaron la decisión formal de condenar a muerte a
Jesús. A partir de ese momento, como dice el pasaje, "estaban
decididos a darle muerte". Este acontecimiento se produce
inmediatamente después de que Jesús resucitara a Lázaro de entre los
muertos, un acto de poder vivificador que, según el Evangelio de Juan,
selló su destino. Jesús dio vida de muchas maneras, pero por eso mismo fue
condenado a muerte. La vida y la muerte están siempre profundamente
entrelazadas, no como opuestos, sino como compañeros del mismo viaje. Una
no existe sin la otra; caminan una al lado de la otra, dando forma al ritmo
de la existencia.
Sin embargo, sin darse cuenta, los
responsables de la muerte de Jesús en la próxima Semana Santa, permitieron
que su misión continuara de una manera aún mayor. Como nos recuerda el
Evangelio de hoy, Jesús murió "para reunir en la unidad a los hijos de
Dios dispersos". Con su muerte, reveló el amor ilimitado y vivificante
de Dios, reuniendo a la gente en torno a la cruz. La cruz, no como símbolo
de derrota, sino como signo supremo del amor divino. Al entrar en la Semana
Santa, se nos invita a permanecer ante la cruz, dejándonos atraer por el
abrazo del amor de Cristo, que llega a todos.
Como he dicho, la vida y la muerte están
profundamente entrelazadas, una verdad que se nos recuerda especialmente
esta semana. Al reflexionar sobre el camino de Jesús hacia la cruz, vemos
cómo la vida y la muerte no son fuerzas separadas, sino que están estrechamente
conectadas: la muerte conduce a una nueva vida, el sacrificio da paso a la
redención. Este tema queda plasmado con fuerza en nuestro rosario alemán,
elaborado entre 1500 y 1525, en el que cada cuenta representa visualmente
la dualidad de la existencia. Las cuentas del rosario presentan por un lado
el busto de un burgués o una doncella bien alimentados, símbolo de la
plenitud de la vida, mientras que en el reverso aparece un esqueleto, crudo
recordatorio de la mortalidad. Aún más llamativas son las cuentas
terminales, que representan la cabeza de un difunto con medio rostro
consumido por la putrefacción. Estos rosarios, inquietantes pero hermosos,
se diseñaron para recordar a los fieles la fugacidad de la vida y la
importancia de vivir virtuosamente como preparación para la eternidad.
Sirven como memento mori, instando a los cristianos a permanecer
conscientes de su fe, sabiendo que la vida terrenal es temporal, pero la
promesa de salvación es eterna.
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