Ponte en el lugar de Abrahán cuando Dios le pidió sacrificar a su hijo, confía en Él y experimenta la libertad interior
Las promesas se hacen cuando uno no duda de poder llevarlas a cabo. Prometo lo que creo que voy a poder vivir, hacer, amar y conseguir.
Me impresiona mucho un sí dado para siempre por los novios ante el altar. O el compromiso para siempre de un sacerdote, de un consagrado. El sí para siempre de una monja de clausura. El sí para siempre que pronuncia una persona o un matrimonio cuando deciden comprometerse más por Dios en su camino de vida.
La palabra siempre es la que me impresiona. ¿Cómo puedo medir el siempre, lo permanente cuando yo soy tan finito?
Una promesa de cumplimiento. O el compromiso de hacer realidad lo que todavía es sólo un sueño. Por eso me gustan las personas que prometen lo que cumplen.
Y me duelen las promesas vacías de credibilidad. Cuando se anuncian tiempos y plazos que luego se incumplen con mucha liviandad. Me duele la frivolidad en el compromiso. Mejor no prometer lo que no voy a cumplir.
Dios, el único que cumple perfectamente
Es cierto que cuando hablo de un compromiso de toda la vida donde el siempre está presente sólo cabe hacerlo cuando me entrego en las manos de Dios y confío en su poder.
Porque yo he tocado demasiadas veces el dolor de mi infidelidad. He tropezado, he caído, he fallado, he incumplido. ¿Cómo lograr lo imposible sin una gracia del cielo?
Me duele la fragilidad de mi voluntad, el poco ánimo de mi esfuerzo y la torpeza para llegar a la meta que forma parte de la misma promesa. Por mi lado siempre encuentro el barro. En mis manos siempre acaricio el pecado y la tentación.
Por eso me gustan más las promesas de Dios, esas que me hace a mí susurrando con calma dentro de mi corazón. Me dice que lo va a hacer posible.
Me lo dijo a mí un día al ungir mis manos, al bendecirme en mi sí frágil e inconstante. Lo vuelve a hacer siempre de nuevo. Las palabras de Dios se hacen vida, no fallan.
Formas inesperadas
Quizás sí es confusa la forma como llegará a hacerlas realidad en mi carne. Porque yo me imagino un camino y Dios me muestra otro.
Así le pasó a Abrahán con su hijo Isaac. Le había prometido Dios una herencia innumerable como las arenas de la playa o las estrellas del cielo. Y él lo había creído y lo había dejado todo, su tierra, sus dioses, por seguir su palabra.
Y cuando al fin pone en sus manos un hijo de Sara, en ese momento, Dios le pide lo imposible. Le pide que le entregue a su único hijo, que lo mate, que lo ofrezca en sacrificio.
En Moria tiene lugar un momento sagrado en la vida de Abrahán. Siempre me ha gustado peregrinar a Moria a entregar a mi hijo. Porque el hijo es la forma concreta a la que me aferro para que se haga realidad la promesa que me ha hecho Dios.
Me creo que es el único camino posible. Y no veo otra forma de hacer vida en mí lo que me ha prometido. Subo con Abrahán y ese hijo incauto que no sabe nada de su destino. Y hago lo mismo que él hace:
«Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí el altar y apiló la leña. Entonces Abrahán alargó la mano y tomó el cuchillo para degollar a su hijo».
Me aferro a mi plan
Lo importante es la promesa, no me olvido. Dios me ha prometido que mi vida será plena, que me sabré amado y amaré. Pero yo creo que mi forma es la forma correcta, mi camino es el adecuado. Y me aferro a mi hijo, a lo que tengo ahora.
Y le grito a Dios que me deje tenerlo, cuidarlo, amarlo. Es el cumplimiento de la promesa. Es mi plan, es mi manera. La que se ha hecho visible a lo largo del tiempo.
Pero veo que me he apegado a lo mío, a lo que yo creo que es lo mejor. He puesto en mi voluntad el deseo de Dios. Y he divinizado mi camino como si esa forma fuera la única posible.
He hecho de mi lugar, de mi cargo, de mi estado actual, de mis formas, la única manera de ser fiel a la promesa. ¿Y si me estoy equivocando?
Sacrificio es liberación
Por eso me viene bien hacer el ejercicio de subir a Moria a ofrecer sobre el altar a mi hijo, mi obra, mis sueños, mis formas, mis deseos y así liberarme.
Los entrego todos de rodillas con el cuchillo en la mano. Si los quiere Dios que los tome ahora, se los entrego. Varias veces en la vida lo he hecho y eso me ha hecho más libre.
Sé que tengo que volverlo a hacer cada vez que siento que estoy siendo el dueño de mi vida sin dejar que Dios reine, mande en mi corazón. Yo y mis maneras, yo y mis planes.
Aprender a dejar en Moria mis deseos me hace más libre. De rodillas le digo: «Aquí estoy». Como lo hace Abrahán. Estoy para hacer realidad el deseo de Dios. Para que sea posible su promesa en mi vida pero según sus formas, no según la mía. Y le sonrío. Y Él me sonríe.
Sin miedo
En ocasiones lo ha tomado en sus manos y me ha mostrado otra forma, otro camino. Otras veces simplemente ha dicho en mi corazón lo que le dijo a su siervo:
«El ángel le ordenó: – No alargues la mano contra el muchacho ni le hagas nada. Ahora he comprobado que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, a tu único hijo. Te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa».
Y ha repetido otra vez esa promesa de plenitud que salva mi vida. Me lo repite. Me dice que me ama, que soy suyo y que mi descendencia será bendita.
Y entonces puedo bajar de Moria ya tranquilo. Me he liberado. Ya no tengo miedo a perder lo que ahora poseo. El camino concreto que recorro. El sueño que enciende mi alma.
No vivo apegado a mis formas. Dios sabe más y me quiere por encima de todos mis deseos y anhelos. Y será siempre fiel a su promesa. Eso no lo dudo.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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