Estamos ya ante el segundo capítulo de un guión que parece preescrito por la puntual cadencia y exactitud con la que se suceden los episodios. El guión se va mostrando cada vez más claro ante quienes estén dispuestos a ver. La línea argumental es la misma: inocular miedo para justificar cambios sociales. Se desvanece el discurso pandémico de modo repentino justo dos años después de iniciarse. Ahora ya solo hablamos de la guerra de Ucrania, una guerra televisada que solo parecía intuir la Virgen de Fátima. Quizás si el mundo árabe hubiera estado implicado, habría sido más predecible.
Este conflicto con Rusia, tras décadas de paz, da de lleno en la capital del cristianismo oriental, Kiev, esa bellísima ciudad que Putin desea recuperar por la fuerza sin tener en cuenta a los ucranianos, una nación admirable por su resistencia frente a otros imperios que siempre han intentado someterla. Kiev es considerada la cuna cultural y religiosa de Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Aparece varias veces como destino de El peregrino ruso, un clásico de la literatura ortodoxa que da título a este artículo, y cuya lectura considero interesante en estos momentos.
No quiero entrar en valoraciones geopolíticas ni en análisis varios desde el punto de vista globalismo/antiglobalismo, sino hacer por medio de estas líneas mi personal consagración de Rusia y Ucrania al Santísimo Nombre de Jesús, pues ese “Nombre-sobre-todo-nombre” (Filipenses 2, 9), es el núcleo argumental de la obra que os presento.
Al pensar en Rusia, vienen a la mente sus fantasmas más recientes, sus dirigentes: Lenin, Stalin y ahora Putin, además de su Archipiélago Gulag, pero no olvidemos que esta nación nos ha regalado una literatura sublime, Dostoievski, Chejov y Tolstoi; obras de arte como El peregrino ruso; y héroes como Aleksandr Solzhenitsyn y los 233 sacerdotes ortodoxos que han plantado cara al patricarca de Moscú, Kiril, exigiendo un alto al fuego inmediato en una guerra que definen como fratricida. También me vienen a la cabeza los “grupos de oración de las madres” (Mothers Prayers), ortodoxas y católicas rezando unidas, que han tenido un sorprendente y exponencial crecimiento en Ucrania y Rusia en los últimos años.
Acuérdate, Señor, de este ejército de madres orantes. Acuérdate también de la bellísima literatura que han escrito los hijos de esta nación. Acuérdate de tanta belleza.
Acuérdate, Señor, de Dostoievski, que penetró en las zonas más oscuras del alma humana buscando siempre tu rostro, buscando tu belleza y tu verdad. En El idiota, formula su famosa frase: “La belleza salvará al mundo”, que repite luego en Los hermanos Karamazov. Pero, “¿qué belleza?”, pregunta atormentado en medio del dolor uno de sus personajes. Él supo ver lo bueno y luminoso que hay en cada alma, incluso en las que a simple vista parecen perversas o desesperadas.
Acuérdate también, Señor, de la valentía heroica de los hijos de esta nación condenados por delitos de opinión: Dostoievski fue condenado a ocho años de trabajos forzados en Siberia. Acuérdate de la fuerza moral de Solzhenitsyn. Su obra destapó el secretismo con el que se habían tratado los campos de trabajos forzados que Lenin y Stalin diseminaron a lo largo y ancho de la URSS. Con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, entre 1921 y 1953 se masacró la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. Recuerdo a mi padre conmovido leyendo Archipiélago Gulag y Un día en la vida de Iván Denísovich, libros que yo no he tenido el valor ni de leer en diagonal, aunque siempre han estado en su biblioteca.
Desde hace tres años, y por recomendación de un amigo, me acompaña la lectura de El peregrino ruso, un libro breve pero bellísimo que me gusta releer. Escrito entre 1853 y 1861, su autor fue contemporáneo de Tolstoi y Dostoievski, y quizás amigo íntimo de este último, según apuntan varias fuentes. Junto con la Filocalía es uno de los grandes clásicos de la literatura cristiana ortodoxa, que enriquece también la vida interior y oración de cualquier católico, especialmente si está peregrinando, siendo una lectura recomendada como compañía en el Camino de Santiago.
El núcleo de El peregrino ruso suele describirse como la oración interior, la oración incesante, como si el libro contuviera una técnica casi mágica para orar. En mi opinión y experiencia de varias lecturas del texto, El peregrino ruso no es tanto un manual sobre cómo orar sino un sublime homenaje al Santísimo Nombre de Jesús. Solo se explica la fuerza y el poder de la oración interior del corazón que describe el peregrino por la fuerza del nombre de Jesús, que pronuncia de modo continuo en su corazón. Cuando pronunciamos despacio y con amor el nombre de nuestro Señor, Jesucristo, le hacemos presente, porque su nombre contiene su presencia. Sí, de un modo misterioso pero real, contiene su presencia. El nombre de Jesús es para nosotros un sacramental, que tiene el poder de alejar al enemigo, del mismo modo que lo hacen el agua bendita o la señal de la cruz.
Por eso, no me gustan algunas reseñas sobre El peregrino ruso (la última que he leído la firmaba Pablo d´Ors), que parecen reducir esta oración interior a un mantra como cualquier otro, a una técnica, cuando la clave de la oración que contiene El peregrino ruso es el poder del nombre que repite, el nombre al que invoca una y otra vez, porque ése, Cristo, es el Nombre-sobre-todo-nombre (Filipenses 2, 9), el único Nombre por el que somos salvados. Por eso, no importa tanto la técnica de oración descrita en el libro, que yo (cero metódica) nunca he sido capaz de emular, sino el poder de la fe de nuestro Peregrino en el nombre de su Señor, Jesús, el Rey de Reyes y Señor de Señores. Él es Señor de la Historia aunque ahora se oculte. Él está vivo y la Victoria final sobre el pecado y sobre la muerte es suya. Ojalá los soldados que están en el frente, tanto ucranianos como rusos, muchos hermanos ortodoxos y católicos, se acuerden de pronunciar su Nombre.
Hechos 4,10: “En ningún otro está la salvación; pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres, por el que tengamos que ser salvados”.
También Dostoievski, al volver de los trabajos forzados en Siberia, escribió una de las más bellas profesiones de fe en Cristo que he leído. Durante aquellos años solo tuvo acceso a un Evangelio, que leyó y leyó una y otra vez. Está recogida en El drama del humanismo ateo, de Henri de Lubac: "Soy hijo de este siglo, hijo de la incredulidad y de las dudas, y lo seguiré siendo hasta el día de mi muerte. Pero mi sed de fe siempre me ha producido una terrible tortura. Alguna vez Dios me envía momentos de calma total, y en esos momentos he formulado mi credo personal: que nadie es más bello, profundo, comprensivo, razonable, viril y perfecto que Cristo. Pero además -y lo digo con un amor entusiasta- no puede haber nada mejor. Más aún: si alguien me probase que Cristo no es la verdad, y si se probase que la verdad está fuera de Cristo, preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad".
Termino con la oración que repite el peregrino ruso: “Señor Jesús, ten misericordia de mí y del mundo entero”. Ten misericordia de Ucrania y de Rusia. Acuérdate de la bellísima literatura que han escrito los hijos de esta nación y de los bellos iconos que han pintado por amor a ti. Dona nobis pacem.
Carmen Castiella, ReL
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