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sábado, 3 de diciembre de 2022

Primera predicación de Adviento del cardenal Raniero Cantalamessa


Card. Raniero Cantalamessa, O.F.M. Cap.

Adviento 2022
Primera predicación

LA PUERTA DE LA FE

Viernes, 2 de diciembre de 2022

Santo Padre, venerados padres, hermanos y hermanas de la Curia Romana,

Me he preguntado varias veces cuál sería el sentido y la utilidad de estos sermones de Adviento y Cuaresma que interrumpen o retrasan compromisos de un tipo e importancia muy diferentes. Lo que me anima y me quita el escrúpulo de haceros perder el tiempo, es la convicción de que no se viene a estas charlas a oír opiniones o soluciones a los problemas eclesiales del momento, sino a sacar fuerza de las verdades de la fe y así enfrentar todos los problemas con el espíritu justo. En definitiva, darse un baño —o al menos un refresco— de fe, esperanza y caridad.

Así que pensé en elegir las tres virtudes teologales como tema de estos tres sermones de Adviento. La fe, la esperanza y la caridad son el oro, el incienso y la mirra que nosotros, los Reyes Magos de hoy, queremos llevar como regalo a Dios que “viene a visitarnos desde lo alto”. Aprovechando la antigua tradición —patrística y medieval— sobre las virtudes teologales, intentaré —en la medida de lo posible, en tres breves meditaciones— un enfoque también moderno y existencial, es decir, que responda a los desafíos, enriquecimientos y, a veces, a los sustitutos propuestos por el hombre de hoy a las virtudes teologales del cristianismo.

* * *

En la oración cristiana siempre ha tenido gran resonancia el salmo 23 que dice:

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria.

— ¿Quién es ese Rey de la gloria?
— El Señor, Dios del universo,
él es el Rey de la gloria.

En la interpretación espiritual de los Padres y de la liturgia, las puertas de las que habla el salmo son las del corazón humano: «Bienaventurado aquel a cuya puerta llama Cristo», comentaba san Ambrosio. «Nuestra puerta es la fe… Si queréis levantar las puertas de vuestra fe, el rey de la gloria vendrá a vosotros» [1]. San Juan Pablo II hizo de las palabras del salmo el manifiesto de su pontificado: «¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!».

La gran puerta que el hombre puede abrir o cerrar a Cristo es una y se llama libertad. Sin embargo, ella se abre de tres maneras distintas, o según tres tipos distintos de decisiones que podemos considerar como tres puertas: la fe, la esperanza y la caridad. Todas son puertas especiales: se abren por dentro y por fuera al mismo tiempo: con dos llaves, una de las cuales está en manos del hombre, la otra de Dios, el hombre no puede abrirlas sin la ayuda de Dios y Dios no quiere abrirlas sin la colaboración del hombre.

Cristo, origen y cumplimiento de la fe

Comencemos pues nuestra reflexión por la primera de las tres puertas: la fe. Dios —leemos en los Hechos de los Apóstoles— «había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (Hch 14, 27). Dios abre la puerta de la fe en cuanto da la posibilidad de creer enviando a quienes predican la buena nueva; el hombre abre la puerta de la fe al aceptar esta posibilidad.

Con la venida de Cristo, se da un salto cualitativo en cuanto a la fe. No en la naturaleza de la misma, sino en su contenido. Ahora ya no se trata de una fe genérica en Dios, sino de la fe en Cristo nacido, muerto y resucitado por nosotros. La Carta a los Hebreos hace una larga lista de creyentes: «Por la fe Abel… Por la fe Abraham… Por la fe Isaac… Por la fe Jacob… Por la fe Moisés…». Pero concluye diciendo: «Todos estos, aun acreditados por su fe, no consiguieron lo prometido» (Heb 11, 39). ¿Qué faltaba? Faltaba Jesús, es decir, aquel que —como dice la misma Carta— «inició y completa nuestra fe» (Heb 12, 2).

La fe cristiana, por tanto, no consiste sólo en creer en Dios; consiste en creer también en aquel a quien Dios ha enviado. Cuando, antes de realizar un milagro, Jesús pregunta: «¿Crees?» y, después de haberla cumplido, afirma: «Tu fe te ha salvado», no se refiere a una fe genérica en Dios (esa se daba por supuesta en todo israelita); se refiere a la fe en él, en el poder divino que le ha sido otorgado.



Esta es ahora la fe que justifica a los pecadores, la fe que da a luz una nueva vida. Se sitúa al final de un proceso del que San Pablo, en el capítulo 10 de la Carta a los Romanos, traza, casi visualmente, las diversas fases, dibujándolas en el mapa del cuerpo humano. Todo comienza, dice, por los oídos, por escuchar el anuncio del Evangelio: «la fe nace del mensaje que se escucha», fides ex auditu. De los oídos, el movimiento pasa al corazón, donde se toma la decisión fundamental: «con el corazón se cree»: corde creditur. Desde el corazón, el movimiento sube a la boca: «con la boca se hace la profesión de fe»: ore fit confessio.

El proceso no acaba ahí, sino que —desde los oídos, el corazón y la boca— pasa a las manos. Sí, porque «la fe que actúa por el amor», dice el Apóstol (Gál 5, 6). Santiago puede estar satisfecho. También hay lugar para las “obras”: no antes, sin embargo, sino después (lógicamente si no cronológicamente) de la fe. «No se llega a la fe —dice san Gregorio Magno— a partir de las virtudes, sino a las virtudes a partir de la fe» [2].

En este punto, surge una pregunta muy actual. Si la fe que salva es la fe en Cristo, ¿qué pensar de todos aquellos que no tienen posibilidad de creer en él? Vivimos en una sociedad pluralista, incluso religiosamente. Nuestras teologías —orientales y occidentales, católicas y protestantes por igual— se desarrollaron en un mundo donde prácticamente sólo existía el cristianismo. Sin embargo, se conocía la existencia de otras religiones, pero se las consideraba falsas desde el principio, o ni siquiera se tomaban en cuenta. Aparte de la diferente manera de entender la Iglesia, todos los cristianos compartían el axioma tradicional: «Fuera de la Iglesia no hay salvación»: Extra Ecclesiam nulla salus.

Hoy en día, esto ya no es el caso. Desde hace algún tiempo existe un diálogo entre religiones, basado en el respeto mutuo y el reconocimiento de los valores presentes en cada una de ellas. En la Iglesia Católica, el punto de partida fue la declaración Nostra aetate del Concilio Vaticano II, pero una orientación similar es compartida por todas las Iglesias cristianas históricas. Con este reconocimiento, se ha afirmado la convicción de que incluso las personas fuera de la Iglesia pueden salvarse.

¿Es posible, en esta nueva perspectiva, mantener el papel hasta ahora atribuido a la fe “explícita” en Cristo? El antiguo axioma: «fuera de la Iglesia no hay salvación» ¿no terminaría perviviendo, en este caso, en el axioma: “fuera de la fe no hay salvación”? En algunos ambientes cristianos, esta última es, de hecho, la doctrina dominante y es la que motiva el compromiso misionero. De esta manera, sin embargo, la salvación se limita desde el principio a una pequeña minoría de personas.

Esto no sólo no puede dejarnos tranquilos, sino que ante todo agravia a Cristo, privándolo de una gran parte de la humanidad. No es posible creer que Jesús es Dios y luego limitar su relevancia real a un solo sector estrecho de ella. Jesús es «el Salvador del mundo» (Jn 4, 42); el Padre envió al Hijo «para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17): ¡el mundo, no unos pocos en el mundo!

Tratemos de encontrar una respuesta en las Escrituras. Ella afirma que quien no ha conocido a Cristo, sino que actúa en base a su propia conciencia (Rom 2, 14-15) y hace el bien al prójimo (Mt 25, 3ss.) es aceptable a Dios. En los Hechos de los Apóstoles escuchamos, de boca de Pedro, esta solemne declaración: «Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hch 10, 34-35).

Incluso los adherentes a otras religiones generalmente creen que «el que se acerca a Dios debe creer que existe y que recompensa a quienes lo buscan» (Heb 11, 6); por tanto, se realiza en ellos lo que la Escritura considera el dato fundamental y común de toda fe. Esto se aplica, por supuesto, de manera muy especial, a los hermanos judíos que creen en el mismo Dios de Abraham, Isaac y Jacob en quien creemos también nosotros los cristianos.

La razón principal de nuestro optimismo no se basa, sin embargo, en el bien que pueden hacer los adherentes a otras religiones, sino en la «multiforme gracia de Dios» (1 Pe 4, 10). A veces siento la necesidad de ofrecer el sacrificio de la Misa precisamente en nombre de todos los que se salvan por los méritos de Cristo, pero no lo saben y no pueden agradecerle. La liturgia también nos insta a hacerlo. En la Plegaria Eucarística IV, a la oración por el Papa, el obispo y los fieles, se añade una oración por «aquellos que te buscan con sincero corazón».

Dios tiene muchas más formas de salvar de las que podemos pensar. Instituyó “canales” de su gracia, pero no se ligó a ellos. Uno de estos medios “extraordinarios” de salvación es el sufrimiento. Después de que Cristo lo tomó sobre sí y lo redimió, él es también, a su manera, un sacramento universal de salvación. Aquel que descendió a las aguas del Jordán, santificándolas por cada bautismo, descendió también a las aguas de la tribulación y de la muerte, convirtiéndolas en instrumento potencial de salvación. Misteriosamente, todo sufrimiento —no sólo él de los creyentes— cumple, de algún modo, «lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). La Iglesia celebra la fiesta de los Santos Inocentes, ¡ni siquiera ellos sabían que sufrían por Cristo!

Creemos que todos los que son salvos son salvos por los méritos de Cristo: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Sin embargo, una cosa es afirmar la necesidad universal de Cristo para la salvación y otra cosa es afirmar la necesidad universal de la fe en Cristo para la salvación.

¿Es superfluo, pues, seguir anunciando el Evangelio a toda criatura? ¡Lejos de nosotros! Es la razón la que debe cambiar, no el hecho. Debemos continuar anunciando a Cristo; no tanto por una razón negativa —porque de lo contrario el mundo será condenado— cuanto por una razón positiva: por el don infinito que representa Jesús para cada ser humano. El diálogo interreligioso no se opone a la evangelización, pero determina su estilo. Este diálogo —escribía san Juan Pablo II, en Redemptoris missio— «forma parte de la misión evangelizadora de la Iglesia».

El mandato de Cristo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15) y «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» (Mt 28, 19) conserva su valor perenne, pero debe entenderse en su contexto histórico. Estas son palabras para referirse a cuando fueron escritas, cuando “el mundo entero” y “todos los pueblos” era una forma de decir que el mensaje de Jesús no estaba destinado solo a Israel, sino también al resto del mundo. Siempre valen para todos, pero para quien ya pertenece a una religión, se necesita respeto, paciencia y amor. Francisco de Asís lo había entendido y puesto en práctica. El preveía dos formas de ir hacia “los sarracenos y los demás infieles”. Escribe en la Primera Regla:

Los frailes que van entre los infieles pueden comportarse espiritualmente entre ellos de dos maneras. Una forma es que no tengan pleitos ni disputas, sino que se sujeten a toda criatura humana por amor de Dios y confiesen que son cristianos. La otra manera es que cuando vean que agrada al Señor, anuncien la palabra de Dios para que crean en Dios todopoderoso Padre e Hijo y Espíritu Santo, creador de todas las cosas, y en el Hijo Redentor y Salvador [3].

El reto de la ciencia

Con este corazón abierto, volvamos ahora a nuestra fe cristiana. El gran reto que la fe tiene que afrontar en nuestra época no proviene tanto de la filosofía, como en el pasado, sino de la ciencia. Hubo una noticia sensacional hace unos meses. Un telescopio lanzado al espacio el 25 de diciembre de 2021 y posicionado a un millón y medio de kilómetros de la tierra, envió imágenes inéditas del universo el 12 de julio del año en curso que llenó de entusiasmo al mundo científico.

“El nuevo telescopio —se leía en las noticias— ha abierto una nueva ventana al cosmos, capaz de catapultarnos en el tiempo, hasta poco después del Big Bang inicial del mundo. Es la vista más detallada del universo primitivo jamás obtenida. Representa la primera muestra de una nueva y revolucionaria astronomía que revelará el universo como nunca antes lo habíamos visto”.

Seríamos insensatos e ingratos si no participáramos del justo orgullo de la humanidad por este como por cualquier otro descubrimiento científico. Si la fe —así como de la escucha— nace, como se ha dicho, del asombro, estos descubrimientos científicos no deben disminuir la posibilidad de creer, sino aumentarla. Si viviera hoy, el salmista cantaría con aún más entusiasmo: «El cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos» (Sal 19, 2) y Francisco de Asís: «Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas».

Dios ha querido darnos una señal tangible de su infinita grandeza con la inmensidad del universo y una señal de su “elusividad” con la más pequeña partícula de materia que, incluso una vez alcanzada —asegura la física— mantiene su “indeterminación”. El cosmos no se hizo a sí mismo. Es la cualidad de ser, no la cantidad la que decide; y la cualidad de la creación es ser… ¡creada! Miles de millones de galaxias, miles de millones de años luz de distancia, no cambian esta cualidad.

Hacemos estas reflexiones sobre la fe y la ciencia no para convencer a los científicos no creyentes (ninguno de ellos está aquí para escuchar o leerá estas palabras), sino para confirmarnos a los creyentes en la fe y no ser perturbados por el clamor de voces contrarias. Es la misma finalidad por la que San Lucas le dice al «ilustre Teófilo» que escribió su Evangelio: «para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1, 4).

Frente al despliegue ante nuestros ojos de las dimensiones ilimitadas del universo, el mayor acto de fe para nosotros cristianos no es creer que todo esto ha sido creado por Dios, sino creer que «todo fue creado por él [Cristo] y para él» (Col 1, 16), que «sin él no se hizo nada de cuanto se ha hecho» (Jn 1, 3). El cristiano tiene una prueba de Dios mucho más convincente que la obtenida del cosmos: la persona y vida de Jesucristo.

Los creyentes no son avestruces. No escondemos la cabeza en la arena para no ver. Compartimos con cada persona el desconcierto ante los múltiples misterios y contradicciones del universo: de la evolución natural, de la historia, de la Biblia misma… Sin embargo, somos capaces de superar el desconcierto con una certeza más fuerte que todas las incertidumbres: la credibilidad de la persona de Cristo, de su vida y de su palabra. La certeza plena y gozosa no tiene antes, sino después de haber creído. De lo contrario, la fe perdería su valor y mérito.

El justo vive por la fe

La fe es el único criterio capaz de relacionarnos correctamente, no sólo con la ciencia, sino también con la historia. Al hablar de la fe que justifica, san Pablo cita el célebre oráculo de Habacuc: «El justo por su fe vivirá» (Hab 2, 4). ¿Qué quiere decir Dios con esa palabra profética, ya que es Dios mismo quien la pronuncia?

El mensaje se abre con un lamento del profeta, por la derrota de la justicia y porque Dios parece impasible ante la violencia y la opresión. Dios responde que todo esto está a punto de terminar porque pronto llegará un nuevo flagelo, los caldeos, que acabará con todo y con todos. El profeta se rebela contra esta solución. ¿Es esta la respuesta de Dios? ¿Una opresión que toma el lugar de otra?

Pero aquí mismo Dios estaba esperando al profeta. «Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá» (Hab 2, 4). Se le pide al profeta que dé un salto de fe. Dios no resuelve el enigma de la historia, pero nos pide que confiemos en él y en su justicia, a pesar de todo. La solución no está en el cese de la prueba, sino en el aumento de la fe.

La historia es una lucha continua entre el bien y el mal, de los malvados que triunfan y los justos que sufren. La victoria estable del bien sobre el mal no se encuentra en la historia misma, sino más allá de ella. Dejemos atrás todas las formas de milenarismo. Sin embargo, Dios es tan soberano y tiene el control de los acontecimientos que incluso la agitación de los malvados sirve a sus misteriosos planes. Es verdad: ¡Dios escribe derecho sobre renglones torcidos! Las situaciones pueden salirse de control para los hombres, pero no para Dios.

El mensaje de Habacuc es singularmente actual. La humanidad experimentó en los últimos años del siglo pasado la liberación del poder opresivo de los sistemas totalitarios comunistas. Pero no hemos tenido tiempo de dar un suspiro de alivio porque otras injusticias y violencias han surgido en el mundo. Hubo quienes, al final de la “guerra fría”, habían creído ingenuamente que el triunfo de la democracia cerraría ahora definitivamente el ciclo de las grandes conmociones y que la historia seguiría su curso sin mayores sobresaltos. Exactamente sin más “historia”. Esta tesis pronto fue lamentablemente desmentida por los acontecimientos, con la aparición de otras dictaduras y el estallido de otras guerras, empezando por la del “Golfo”, hasta la desgraciada de este año en Ucrania.

En esta situación, aparece también en nosotros la sentida pregunta del profeta: “Señor, ¿hasta cuándo? ¡Tú con ojos tan puros que no puedes ver el mal! ¿Por qué tanta violencia, tantos cuerpos humanos esqueletizados por el hambre, tanta crueldad en el mundo, sin que tu intervengas?”. La respuesta de Dios sigue siendo la misma: los que no tienen un corazón recto con Dios sucumben al pesimismo y se escandalizan, mientras que los justos vivirán de la fe, encontrarán la respuesta en su fe. Comprenderá lo que Jesús quiso decir cuando, ante Pilato, dijo: «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36).

Pero pongámoslo bien en la cabeza y recordémoslo, si es necesario, al mundo: Dios es justo y santo; no permitirá que el mal tenga la última palabra y los malhechores se salgan con la suya. Habrá un juicio al final de la historia, «se abrirá un libro escrito, en el que todo está contenido y por el cual se juzgará al mundo»: Liber scriptus proferetur | in quo totum continetur unde mundus judicetur [4].

Un primer juicio, imperfecto pero a la vista de todos, creyentes y no creyentes, ya se realiza ahora, en la historia. Los bienhechores de la humanidad que han trabajado por el verdadero bien de su patria y por la paz mundial son recordados con honor y bendición de generación en generación; el nombre de tiranos y malhechores sigue siendo acompañado a lo largo de los siglos de desprecio y reprobación. Jesús ha invertido para siempre los papeles: «Vencedor porque víctima», así San Agustín define Cristo: Víctor quia victima. A la luz de la eternidad —y también de la historia— no son los verdugos los verdaderos vencedores, sino sus víctimas.

Lo que puede hacer la Iglesia, para no asistir pasivamente al desarrollarse de la historia, es tomar partido contra la opresión y la injusticia y ponerse siempre, “en el tiempo y fuera del tiempo”, del lado de los pobres, de los débiles, de las víctimas, los que llevan las consecuencias peores de cada desgracia y de cada guerra.

Lo que pueden hacer los creyentes es también remover uno de los factores que siempre ha fomentado los conflictos y que es la rivalidad entre religiones, las funestas “guerras religiosas”. De la comprensión y la colaboración leal entre las grandes religiones puede surgir un impulso moral que imprima a la historia ese nuevo rumbo que en vano se espera de los poderes políticos. En este sentido, debe verse la utilidad de iniciativas como las iniciadas por san Juan Pablo II y aceleradas hoy por el actual Sumo Pontífice para un diálogo constructivo entre las religiones.

La fe es el arma de la Iglesia. Incluso la Iglesia, como el justo de Habacuc, “vive de su fe”. Hace mucho que Roma dejó de ser caput mundi, capital del mundo, pero debe seguir siendo caput fidei, capital de la fe. No sólo de la recta fe, es decir, de la ortodoxia, sino también de la intensidad y radicalidad del creer. Lo que los fieles captan inmediatamente en un sacerdote y en un pastor es si cree en lo que dice y en lo que celebra. Hoy en día se hace mucho uso de la transmisión inalámbrica (WiFi, en inglés). También la fe se transmite preferentemente de esta manera: sin ataduras, sin muchas palabras y argumentos, sino a través de una corriente de gracia que se establece entre dos personas.

El mayor acto de fe que puede hacer la Iglesia —después de haber orado y hecho todo lo posible para evitar o detener los conflictos— es someterse a Dios con un acto de total confianza y sereno abandono, repitiendo con el Apóstol: «Sé de quién me he fiado»: Scio cui credidi (2 Tim 1, 12). Dios nunca retrocede para hacer caer al vacío a quien se arroja en sus brazos.

Vamos, entonces, al encuentro de Cristo que viene, con un acto de fe que es también promesa de Dios y por tanto profecía: “El mundo está en manos de Dios y cuando, abusando de su libertad, el hombre haya tocado el fondo, él intervendrá para salvarlo” ¡Sí, intervendrá! Por eso vino al mundo hace dos mil veintidós años.


[1] AMBROSIO, Comm. al Salmo 118, XII, 14.

[2] GREGORIO MAGNO, Homilias sobre Ezequiel, II, 7.

[3] Regola non Bollata, cap. XVI (Fonti Francescane, 43).

[4] Secuencia Dies irae.

















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