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sábado, 25 de noviembre de 2023

Evangelio del día


 

Primer Libro de Macabeos 6,1-13.

Mientras tanto, el rey Antíoco recorría las provincias de la meseta. Allí se enteró de que en Persia había una ciudad llamada Elimaida, célebre por sus riquezas, su plata y su oro.
Ella tenía un templo muy rico, donde se guardaban armaduras de oro, corazas y armas dejadas allí por Alejandro, hijo de Filipo y rey de Macedonia, el primero que reinó sobre los griegos.
Antíoco se dirigió a esa ciudad para apoderarse de ella y saquearla, pero no lo consiguió, porque los habitantes de la ciudad, al conocer sus planes,
le opusieron resistencia. El tuvo que huir y se retiró de allí muy amargado para volver a Babilonia.
Cuando todavía estaba en Persia, le anunciaron que la expedición contra el país de Judá había fracasado.
Le comunicaron que Lisias había ido al frente de un poderoso ejército, pero había tenido que retroceder ante los judíos, y que estos habían acrecentado su poder, gracias a las armas y al cuantioso botín tomado a los ejércitos vencidos.
Además, habían destruido la Abominación que él había erigido sobre el altar de Jerusalén y habían rodeado el Santuario de altas murallas como antes, haciendo lo mismo con Betsur, que era una de las ciudades del rey.
Al oír tales noticias, el rey quedó consternado, presa de una violenta agitación, y cayó en cama enfermo de tristeza, porque las cosas no le habían salido como él deseaba.
Así pasó muchos días, sin poder librarse de su melancolía, hasta que sintió que se iba a morir.
Entonces hizo venir a todos sus amigos y les dijo: "No puedo conciliar el sueño y me siento desfallecer.
Yo me pregunto cómo he llegado al estado de aflicción y de amargura en que ahora me encuentro, yo que era generoso y amado mientras ejercía el poder.
Pero ahora caigo en la cuenta de los males que causé en Jerusalén, cuando robé los objetos de plata y oro que había allí y mandé exterminar sin motivo a los habitantes de Judá.
Reconozco que por eso me suceden todos estos males y muero de pesadumbre en tierra extranjera".


Salmo 9(9A),2-3.4.6.16.19.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón
y proclamaré todas tus maravillas.
Quiero alegrarme y regocijarme en ti,
y cantar himnos a tu Nombre, Altísimo.

Cuando retrocedían mis enemigos,
tropezaron y perecieron delante de ti,
Escarmentaste a las naciones,
destruiste a los impíos

y borraste sus nombres para siempre;
Los pueblos se han hundido en la fosa que abrieron,
su pie quedó atrapado en la red que ocultaron.
Porque el pobre no será olvidado para siempre

ni se malogra eternamente la esperanza del humilde.


Evangelio según San Lucas 20,27-40.

Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección,
y le dijeron: "Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda.
Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos.
El segundo
se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia.
Finalmente, también murió la mujer.
Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?".
Jesús les respondió: "En este mundo los hombres y las mujeres se casan,
pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán.
Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección.
Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob.
Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él".
Tomando la palabra, algunos escribas le dijeron: "Maestro, has hablado bien".
Y ya no se atrevían a preguntarle nada.


Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.

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Bulle

Santa Hildegarda de Bingen (1098-1179)
abadesa benedictina y doctora de la Iglesia
Scivias, El Libro de las Obras Divinas, 6 (en “Hildegarde de Bingen, Prophète et docteur pour le troisième millénaire”, Béatitudes, 2012), trad. sc©evangelizo.org


Cuando el alma se transfigurará en eternidad…

El hombre que sigue la vía de la locura y desprecia la sabiduría creadora, se condena por sí mismo: no tiene ningún límite para el mal e ignora la vida futura. Ni siquiera quiere saber si existe otra vida y rechaza escrutar las causas de su naturaleza cambiante. Este hombre puede comprender su infancia, su adolescencia, juventud y madurez, pero es incapaz de comprender lo que le sucede en su ancianidad y el sentido de la transformación de su ser. La razón le muestra que hay un comienzo, pero es incapaz de saber, de comprender cómo es posible que el alma sea inmortal y no tenga fin… (…)
Mientras está en su cuerpo, los pensamientos del hombre se multiplican, como se multiplican los innumerables ecos de la alabanza angelical. El pensamiento anima la juventud, luego la formulamos con la voz de la razón y actuamos siguiéndola. Pero la vida de su acción no viene de ella misma, tiene un comienzo. Sólo la eternidad toma la vida de ella misma y nunca se debilita: antes que existiera el tiempo, ella ya era vida eterna. Cuando el alma se transfigurará en eternidad, cambiará de nombre, ya que no actuará más en el hombre como el pensamiento, sino que tendrá por morada las alabanzas de ángeles, que son espíritu. Entonces se llamará espíritu. No tendrá más penas con su cuerpo, con su carne. Portará el nombre de vida, ya que es vida en este mundo, al vivir por el soplo del espíritu. Se transfigurará en inmortalidad por la muerte carnal y será plenamente en la vida. Después del juicio final, será eternamente vida, con su cuerpo y su alma. (EDD)

Oración

Alma de Cristo, santifícame. Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, Buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti. Para que con tus Santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén.




















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