El Papa Francisco presidió este 21 de enero
la Misa por el Domingo de la Palabra de Dios en la Basílica de San Pedro. En
esta nota, ofrecemos el texto completo de su homilía:
Hemos escuchado que «Jesús les dijo:
“Síganme […]”. Inmediatamente, ellos dejaron sus redes y lo siguieron» (Mc
1,17-18). Es grande la fuerza de la Palabra de Dios, como hemos visto también
en la primera lectura: «La palabra del Señor fue dirigida por segunda vez a Jonás,
en estos términos: “Parte ahora mismo para Nínive […] y anúnciale […]”. Jonás
partió […], conforme a la palabra del Señor» (Jon 3,1-3).
La Palabra de Dios despliega la potencia
del Espíritu Santo. Es una fuerza que atrae hacia Dios, como les sucedió a los
jóvenes pescadores, que quedaron impresionados por las palabras de Jesús. Es
una fuerza que nos mueve hacia los demás, como le sucedió a Jonás, cuando se
dirigió a los que se encontraban alejados del Señor.
La Palabra, por tanto, nos atrae hacia Dios
y nos envía hacia los demás. Nos atrae hacia Dios y nos envía hacia los demás,
ese es su dinamismo. No nos deja encerrados en nosotros mismos, sino que dilata
el corazón, hace cambiar de ruta, trastoca los hábitos, abre escenarios nuevos
y desvela horizontes insospechados.
Hermanos y hermanas, la Palabra de Dios
quiere realizar esto en cada uno de nosotros. Como con los primeros discípulos,
que acogiendo las palabras de Jesús dejaron las redes y comenzaron una aventura
estupenda, así también en las riberas de nuestra vida, junto a las barcas de
los familiares y a las redes del trabajo, la Palabra suscita la llamada de
Jesús, que nos llama a hacernos a la mar con Él para los demás.
Sí, la Palabra suscita la misión, nos hace
mensajeros y testigos de Dios para un mundo colmado de palabras, pero sediento
de esa Palabra que frecuentemente ignora. La Iglesia vive de este dinamismo, es
llamada por Cristo, atraída por Él, y enviada al mundo para testimoniarlo. Este es el dinamismo de
la Iglesia.
Si miramos a los amigos de Dios, a los
testigos del Evangelio en la historia, a los santos, vemos que para todos la
Palabra ha sido decisiva. Pensemos en el primer monje, san Antonio, que,
impresionado por un pasaje del Evangelio cuando estaba en Misa, lo dejo todo
por el Señor; pensemos en san Agustín, cuya vida dio un vuelco cuando una
palabra divina le sanó el corazón; pensemos en santa Teresa del Niño Jesús, que
descubrió su vocación leyendo las cartas de san Pablo.
Y pienso en el santo de quien llevo el
nombre, Francisco de Asís, quien, después de haber rezado, leyó en el Evangelio
que Jesús envía a los discípulos a predicar y entonces exclamó: «Esto es lo que
yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón
anhelo poner en práctica» (Tomás Celano, Vida primera de San Francisco, 22).
Son vidas transformadas por la Palabra de
vida, por la Palabra del Señor.
Pero me pregunto: ¿por qué para muchos de
nosotros no sucede lo mismo? Muchas veces escuchamos la Palabra de Dios, nos entra
por un oído y nos sale por otro, ¿Por qué?
Tal vez porque como nos muestran estos
testigos, es necesario no ser “sordos” a la Palabra. Es el riesgo que corremos,
ya que abrumados por miles de palabras, no damos importancia a la Palabra de
Dios, la oímos, pero no la escuchamos; la escuchamos, pero no la custodiamos;
la custodiamos, pero no nos dejamos provocar por ella para cambiar; la leemos,
pero no la hacemos oración, en cambio «debe acompañar la oración a la lectura
de la Sagrada Escritura para que se entable diálogo entre Dios y el hombre»
(Dei Verbum, 25).
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