Abba Poemen, cuyo nombre significa «pastor», fue durante muchos años un guía espiritual muy respetado en el desierto de Scété, donde muchos monjes se habían retirado para llevar una vida parcialmente eremítica (con un periodo de vida comunitaria los sábados y domingos).
Se cuenta que, cuando llegó a Scété, vivía allí un anciano al que la gente acudía a consultar. Pero en cuanto Poemen se instaló allí, era el único al que la gente acudía a ver, y el anciano se entristeció al verse desatendido. Poemen fue inmediatamente a verle e hizo todo lo posible por ganarse su amistad.
Resistencia activa
Varios monjes contaron a Poemen su lucha contra los pensamientos y deseos impuros, a lo que Poemen respondió: «Si alguien consigue encerrar una serpiente o un escorpión en un odre, con el tiempo morirá. Lo mismo ocurre con los malos pensamientos sugeridos por los demonios; desaparecen con la resistencia» (Poemen, 21).
No siempre podemos evitar que nuestros pensamientos accedan a imágenes o recuerdos que surgen inesperadamente. Ya es un truco del Diablo hacernos creer que esas sugestiones proceden de nosotros, cuando en realidad son incursiones del Maligno. Sintiéndonos ya comprometidos, creemos que la partida está perdida y nos volvemos susceptibles a la tristeza que nos impide defendernos. Entonces no estamos lejos de ceder y permitir que florezca una complicidad malsana.
Poemen, con su realismo habitual, sugiere que pongamos a la bestia venenosa bajo un celemín y la dejemos morir allí. Pero, ¡cuidado! No se trata de dejarla marchar y esperar simplemente a que pase. Poemen habla de «resistencia».
Se trata, entonces, de una defensa activa, de un rechazo claro que has dado a conocer al Adversario. Y no solo una vez, sino tantas veces como surja la posibilidad: «¡No, no quiero, a ningún precio quiero dar la espalda a mi Señor! ¡Vete, espíritu perverso!
Paciencia y orgullo puestos a prueba
Toda curiosidad es mala; es jugar con fuego imaginar las satisfacciones de las que nos estamos privando. Lo que se pone a prueba es ante todo nuestra paciencia («¡otra vez!»), y a veces nuestro orgullo («¡a mí también me pasan cosas parecidas!» «¡Qué golpe para mi imagen de pequeño católico bienintencionado!»). Repongámonos y veremos al final que el diablo ha perdido el día, ¡al menos esta vez!
Sophie Baron, Aleteia
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