Parece insignificante, pero estoy cambiando el mundo
Me duele el alma al pensar que se cierra un nuevo tiempo navideño. Guardo mi Belén con tristeza en el alma.
Guardo a José, a María, al Niño. Guardo los pastores, los reyes, el castillo de Herodes. Envuelvo las figuras recordando los días pasados, con algo de nostalgia.
Me duele cerrar esta etapa del año llena de colores, de ilusión, de sueños. Llena de encuentros familiares, de abrazos y regalos. Esta navidad de oración, descanso y silencio. Comidas y risas.
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¿Cómo he aprovechado estos días santos? ¿Ha cambiado algo dentro de mi alma?
Me gustaría quizás haber descansado más. Haber perdonado a los que me irritan. Haber abrazado más a los que me cuestan. Haber hecho regalos más personales y con más sentido.
Me gustaría haber sentido un abrazo íntimo de Dios. Haber tocado en su carne el dolor de mi carne. Haber sentido el bálsamo de su presencia.
Puedo mirar estos días y pensar que han sido flojos, que no he estado a la altura. ¿Qué me dejan estos días navideños?
El otro día leía una reflexión sobre Navidad que me dio qué pensar: “Del misterio de la Navidad, yo al menos, no espero una repentina desaparición de las penas presentes. Lo que sí espero es que el Niño Dios venga a estar con nosotros en estas dificultades actuales, que la Virgen nos lo preste para tenerlo en los brazos y en el corazón un rato. Sí espero que nos venga a consolar con su sonrisa, y que nos endulce el pensamiento y los afectos como a los pastores. Lo que yo sé es que la Navidad, cada año, es un milagro en el cual un indefenso niño despierta en mí los mejores y más bellos sentimientos, derramando una ola de consuelo y cariño que hace que los sucios pesebres se transformen en hogares encantadores”.
Me gusta esa mirada de luz sobre la Navidad. Sobre ese niño pequeño y frágil que apenas sonríe entre mis manos.
Una encarnación que transforme mi vida. Pero no eliminando todo lo que en ella hay de dolor y sinsabores. Jesús no me baja de mi cruz. Él sube a ella.
Me gustaría, lo reconozco, empezar de cero. Sin dolores, sin cruces, sin pérdidas. Me gustaría encontrarme con una nueva oportunidad en la que se me perdonaran todas las deudas.
Un nuevo inicio en el que todos los jugadores pudieran comenzar el juego de su vida. Los presentes y los ya ausentes. Como si nada hubiera pasado.
Pero no es así. La encarnación no sucede de esta forma. Los pastores siguen siendo pastores después de adorar al Niño. Y los reyes regresan a sus vidas por otro camino. Todo vuelve a ser como antes de la estrella.
Y José y María siguen cuidando sus vidas y la de ese niño y huyen a Egipto con temor. Todo parece igual que antes. Nada ha cambiado en apariencia.
Pero no es así. En realidad, todo ha cambiado de una forma sutil. Tal vez muchos ojos no supieron comprender que era sólo el inicio de algo grande.
No vieron a Dios en la carne de un niño, en la pobreza, en el olor a establo. No creyeron que su salvación estaba tan cerca. No alzaron la mirada conmovidos.
Se podría decir que la primera Navidad fue como el efecto del aleteo de una mariposa. El nacimiento de Jesús apenas produjo una brisa casi imperceptible.
Fue la decisión de María en el silencio de Nazaret. Fue su sí valiente y profundo. Fue un niño que era Dios, pero en apariencia era un niño más.
Fue un acto de amor entre un hombre y una mujer valientes, pobres y frágiles. Convencidos de que Dios los había mirado con misericordia.
Fue una ciudad pequeña llena de gente por culpa del censo. Fue un establo humilde porque no había posada para más peregrinos.
Fue la sorpresa de unos magos de Oriente que seguían una estrella. Fue la fe de unos pastores que cuidaban en la noche sus rebaños. Fue el paso fugaz de una estrella que lo llenó todo de esperanza. Esa misma estrella que ha pasado por mi vida llenándola de luz.
La Biblia invita: “Hijos de Dios, aclamad al Señor, aclamad la gloria del nombre del Señor, postraos ante el Señor en el atrio sagrado”.
Me postro delante del Belén por última vez. Llego al lugar en el que Dios se hace grande y yo pequeño. Me conmueve el silencio de la gruta en Belén. La paz de una ciudad amurallada.
Parece que nada cambia en la apariencia de un mundo que vive con tantas prisas. No hay tiempo para detener los pasos.
Pero basta el aleteo de una mariposa. Bastan un leve movimiento, un susurro, una palabra. Con eso basta para que cambie el mundo. Porque las cosas grandes en la historia tienen comienzos sutiles.
Una idea, un sueño, una palabra, un gesto, un abrazo, un deseo, un sí. Todo comienza en lo más hondo del corazón. Allí donde nadie tiene derecho a entrar e imponer sus normas. Allí donde se juega la libertad de cada uno.
De mí depende. Lo tengo claro. La Navidad depende de mí. No del gobierno que construya belenes bonitos en la ciudad. No depende de mi entorno que me facilite adorar a Dios. No depende de la fe de mi propia familia.
Depende de mí. De mi sí. Del aleteo de una mariposa que sucede en mi corazón. Algo insignificante. Nadie lo percibe. Pero mi sí, mi decisión más íntima, acaba cambiando el mundo. Transforma los corazones. Logra que sucedan cosas impensables. Una sola decisión lo transforma todo.
Esto me recuerda una película, Regreso al futuro. En ella el protagonista quería volver al pasado en una máquina del tiempo para cambiar las cosas. Al cambiar un pequeño detalle, todo cambiaba en el futuro. Parecía algo insignificante. No tenía que haber alterado tantas cosas. Pero sí. Todo cambiaba de golpe por un leve movimiento. Un cambio casi intrascendente.
Al pensar en la Navidad pienso en el valor de mis decisiones, de mis gestos, de mis perdones, de mis abrazos. Pienso en el valor de todo lo que hago. Parece insignificante. Pero yo sé que estoy cambiando el mundo.
No cargo con una simple piedra al actuar, al amar, al creer. Al hacerlo estoy construyendo catedrales
Carlos Padilla Esteban, Aleteia
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