El Papa Francisco ha proseguido este miércoles con su catequesis sobre la oración, y ha seguido presidiendo la Audiencia Pública desde la Biblioteca vaticana. Y en esta ocasión se centró en el patriarca Jacob y la historia del Génesis, cuyas enseñanzas son válidas para el hombre de hoy.
De este modo, Francisco indicó que “todos nosotros tenemos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra vida, en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de pecado, momentos de desorientación... Allí, hay una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos encontremos realmente solos”.
Invitación a dejarse cambiar por Dios
Y al igual que Jacob, recordó el Papa, en las noches de la vida, cuando “combatiendo contra lo desconocido” se toma conciencia de ser “pobres hombres” no se debe temer pues entonces “Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por Él”.
Por lo tanto, la historia de Jacob “es una invitación a dejarse cambiar por Dios”.
La historia de Jacob
Así, Francisco explicó en su catequesis que “el relato bíblico nos habla de la difícil relación que Jacob tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños hay rivalidad entre ellos y nunca la superarán. Jacob es el segundo hijo, - eran gemelos - pero mediante engaños consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el don de la primogenitura. Es solo el primero de una larga serie de ardides de los que este hombre sin escrúpulos es capaz. El nombre “Jacob” significa también alguien que sabe moverse no directamente; significa aquella “astucia” en el movimiento”, explicó Francisco.
Tal y como relata el Génesis, Jacob tuvo que huir de su hermano. Jacob, explicó el Papa, sería lo que en el lenguaje moderno llamamos “un hombre que se ha hecho a sí mismo” que iba consiguiendo lo que se proponía.
La oración como un combate de la fe
Pero entonces vio que le faltaba algo y era la relación viva con sus propias raíces, y decidió regresar a su tierra pese al peligro que ello conllevaba. “¿Qué lo espera para el mañana? ¿Qué actitud tomará su hermano Esaú a quien había robado la primogenitura?”, se preguntó el Papa. Y entonces de repente un desconocido lo aferra y comenzó a luchar con él. En el Catecismo se explica que “la tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia”.
“Jacob luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su oponente". La lucha era su encuentro con Dios, quien cambia su nombre, cambia su actitud y cambia su vida: “te llamarás Israel, - le dice - porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido”.
La realidad frente a Dios
Tal y como recoge Vatican News, Francisco explicó que esta lucha con Dios es una “metáfora de la oración”, pues “otras veces Jacob se había mostrado capaz de dialogar con Dios, de sentirlo como una presencia amiga y cercana”, pero en aquella noche “a través de una lucha que duró mucho tiempo y que casi lo vio sucumbir, el patriarca salió cambiado”.
“Por una vez ya no es dueño de la situación, - su astucia no sirve - ya no es el hombre estratega y calculador; Dios lo devuelve a su verdad de moral que tiembla y tiene miedo, porque Jacob en la lucha tenía miedo. Por una vez Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados. Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo”, agregó.
ReL
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Catequesis del Santo Padre
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestra catequesis sobre el tema de la oración. El libro del Génesis, a través de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas nos cuenta historias en las que podemos reflejar nuestra vida. En el ciclo de los patriarcas encontramos también la de un hombre que había hecho de la sagacidad su mejor cualidad: Jacob. El relato bíblico nos habla de la difícil relación que Jacob tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños hay rivalidad entre ellos y nunca la superarán. Jacob es el segundo hijo -eran gemelos-, pero mediante engaños consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el don de la primogenitura (cf. Génesis 25,19-34). Es solo el primero de una larga serie de ardides de los que este hombre sin escrúpulos es capaz. También el nombre de “Jacob” significa alguien que tiene sagacidad al moverse.
Obligado a huir lejos de su hermano, parece tener éxito en cada gesta de su vida. Es hábil en los negocios: se enriquece mucho, convirtiéndose en propietario de un rebaño enorme. Con tenacidad y paciencia consigue casarse con la hija más hermosa de Labán, de la que estaba realmente enamorado. Jacob – diríamos con lenguaje moderno – es un hombre que “se ha hecho a sí mismo”, con ingenio, sagacidad, es capaz de conquistar todo lo que desea. Pero le falta algo. Le falta la relación viva con sus raíces.
Y un día siente la llamada del hogar, de su antigua patria, donde todavía vivía Esaú, el hermano con el que siempre había mantenido una pésima relación. Jacob parte y lleva a cabo un largo viaje con una caravana numerosa de personas y animales, hasta que llega a la última etapa, al vado de Yabboq. Aquí el libro del Génesis nos ofrece una página memorable (cf. 32,23-33). Relata que el patriarca, después de haber hecho atravesar el río a toda su gente y a todo el ganado -que era mucho-, se queda solo en la orilla extranjera. Y piensa: ¿Qué lo espera para el mañana? ¿Qué actitud tomará su hermano Esaú, al que había robado la primogenitura? La mente de Jacob es una turbina de pensamientos… Y, mientras oscurece, de repente un desconocido lo aferra y comienza a luchar con él. El Catecismo explica: “La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia” (CIC, 2573).
Jacob luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su oponente. Al final es vencido, golpeado por su rival en el nervio ciático, y desde entonces será cojo para toda la vida. Aquel misterioso luchador pregunta el nombre al patriarca y le dice: “En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido” (v. 29). Como diciendo: nunca serás el hombre que camina así, sino recto. Le cambia el nombre, le cambia la vida, le cambia la actitud. Te llamarás Israel. Entonces también Jacob pregunta al otro: “Dime por favor tu nombre”. Aquel no se lo revela, pero, en compensación, lo bendice. Y Jacob entiende que ha encontrado a Dios “cara a cara” (cf. vv. 30-31).
Luchar con Dios: una metáfora de la oración. Otras veces Jacob se había mostrado capaz de dialogar con Dios, de sentirlo como una presencia amiga y cercana. Pero en esa noche, a través de una lucha que duró mucho tiempo y que casi lo vio sucumbir, el patriarca salió cambiado. Cambio de nombre, cambio del modo de vivir y cambio de la personalidad: sale cambiado. Por una vez ya no es dueño de la situación -su sagacidad no sirve-, ya no es el hombre estratega y calculador; Dios lo devuelve a su verdad de moral que tiembla y tiene miedo, porque Jacob en la lucha tiene miedo. Por una vez Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados. Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo. Una vez escuché decir a un anciano -buen hombre, buen cristiano, pero pecador que tenía tanta confianza en Dios- decía: “Dios me ayudará; no me dejará solo. Entraré en el paraíso, cojeando, pero entraré”. Antes era alguien que estaba seguro de sí mismo, confiaba en su propia sagacidad. Era un hombre impermeable a la gracia, refractario a la misericordia; no conocía lo que es la misericordia. “¡Aquí estoy yo, mando yo!”, no consideraba que necesitaba misericordia. Pero Dios salvó lo que estaba perdido. Le hizo entender que estaba limitado, que era un pecador que necesitaba misericordia y lo salvó.
Todos nosotros teníamos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra vida, en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de pecados, momentos de desorientación. Ahí hay una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos encontremos realmente solos. En aquella misma noche, combatiendo contra lo desconocido, tomaremos conciencia de ser solo pobres hombres -me permito decir “pobrecitos”-, pero, precisamente entonces, no deberemos temer: porque en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por Él. Esta es una hermosa invitación a dejarnos cambiar por Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces”, puede decirlo cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces. Cámbiame”.
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