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lunes, 30 de diciembre de 2024

Evangelio del día


 


Epístola I de San Juan 2,12-17.

Hijos, les escribo porque sus pecados han sido perdonados por el nombre de Jesús.
Padres, les escribo porque ustedes conocen al que existe desde el principio. Jóvenes, les escribo porque ustedes han vencido al Maligno.
Hijos, les he escrito porque ustedes conocen al Padre. Padres, les he escrito porque ustedes conocen al que existe desde el principio. Jóvenes, les he escrito porque son fuertes, y la Palabra de Dios permanece en ustedes, y ustedes han vencido al Maligno.
No amen al mundo ni las cosas mundanas. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él.
Porque todo lo que hay en el mundo -los deseos de la carne, la codicia de los ojos y la ostentación de la riqueza.- Todo esto no viene del Padre, sino del mundo.
Pero el mundo pasa, y con él, sus deseos. En cambio, el que cumple la voluntad de Dios permanece eternamente.


Salmo 96(95),7-8a.8b-9.10.

Aclamen al Señor, familias de los pueblos,
aclamen la gloria y el poder del Señor;
aclamen la gloria del nombre del Señor.

Entren en sus atrios trayendo una ofrenda,
adoren al Señor al manifestarse su santidad:
¡que toda la tierra tiemble ante él!

Digan entre las naciones: “¡El Señor reina!
el mundo está firme y no vacilará.
El Señor juzgará a los pueblos con rectitud”.


Evangelio según San Lucas 2,36-40.

Estaba también allí una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, mujer ya entrada en años, que, casada en su juventud, había vivido siete años con su marido.
Desde entonces había permanecido viuda, y tenía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día con ayunos y oraciones.
Se presentó en ese mismo momento y se puso a dar gracias a Dios. Y hablaba acerca del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.
Después de cumplir todo lo que ordenaba la Ley del Señor, volvieron a su ciudad de Nazaret, en Galilea.
El niño iba creciendo y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba con él.


Extraído de la Biblia: Libro del Pueblo de Dios.



Bulle

San Clemente de Alejandría (150-c. 215)
teólogo
Protréptico I, 6,5-7,1.4 (SC 2. Protreptique, Cerf, 1949), trad. sc©evangelizo.org


El “canto nuevo”, manifestación de Dios

Como el Verbo era el origen, era y también es comienzo divino de todas las cosas. Ya que ahora recibió el nombre santificado y digno de poder, el nombre de Cristo, ha sido para mí llamado “canto nuevo” (Sal 33; 144; 149,…) Por consiguiente, por el Verbo, el Cristo, nosotros existimos desde hace mucho tiempo (porque Él estaba en Dios) y nuestra existencia es feliz. Este Verbo se ha manifestado a los hombres, único que es a la vez Dios y hombre y es causa de todos nuestros bienes. Aprendiendo de Él a vivir virtuosamente, somos conducidos a la vida eterna. Según el divino Apóstol del Señor: "Se ha manifestado la gracia de Dios, portadora de salvación para todos los hombres, educándonos para que renunciemos a la impiedad y a las concupiscencias mundanas, y vivamos con prudencia, justicia y piedad en este mundo, aguardando la esperanza bienaventurada y la, manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo" (Tit 2,11-13).
Éste es el “canto nuevo”: la manifestación que ha brillado ahora entre nosotros del Verbo, que existía en el principio y preexistía. Ha aparecido el Salvador preexistente,... porque "el Verbo estaba junto a Dios" (Jn 1,1), el Señor, apareció el Verbo por el que se creó todo (cf. Jn 1,3). Habiéndonos otorgado el vivir en el comienzo mediante la creación, como un demiurgo, nos enseñó a vivir virtuosamente manifestándose como maestro, para luego guiar el coro, como Dios, a la Vida eterna. (EDD)

Reflexión sobre el cuadro

En el evangelio de hoy, se describe a Ana como una viuda de ochenta y cuatro años que había perdido a su marido tras sólo siete años de matrimonio. En una época en la que la esperanza de vida era mucho menor que ahora, Ana era considerada una mujer muy anciana. Sin embargo, su vida fue espiritualmente rica y profundamente fructífera. Permaneció en el Templo, sirviendo a Dios día y noche con ayunos y oraciones, y habló del niño Jesús a todos los que anhelaban la liberación de Jerusalén. Ana es descrita como profeta. En esencia, un profeta es alguien que está en sintonía con la palabra de Dios a través de la oración y está llamado a compartir esa palabra con los demás. Su vida nos recuerda que, aunque envejezcamos físicamente, podemos fortalecernos espiritualmente. Aunque las limitaciones de la edad nos impidan hacer ciertas cosas, nuestra relación con el Señor siempre puede profundizarse.

El ejemplo de Ana muestra que Dios a menudo tiene un trabajo significativo para nosotros en nuestros últimos años. Con más tiempo y espacio en nuestras vidas, se nos invita a acercarnos más al Señor dando testimonio de Él en actos silenciosos de servicio. Muchas personas mayores de nuestras parroquias, al igual que Ana en el Evangelio, aportan una contribución inestimable a través de sus discretos actos de servicio. Aquí, en la catedral de Westminster, recuerdo a los mayordomos que saludan y ayudan con calidez, a los colectores que apoyan fielmente nuestras liturgias, a los lectores que proclaman la Palabra de Dios con claridad y reverencia, y a los guías que comparten la belleza y la historia de nuestra catedral con los demás. Su humilde devoción enriquece nuestra parroquia de innumerables maneras, sirviendo como testimonio de la perdurable vitalidad de la fe en todas las etapas de la vida.

Rembrandt La profetisa Anna en el Kunsthistorisches Museum de Viena retrata a una anciana, tradicionalmente calcada de su madre. Su bastón acentúa su edad. El manto de oración indica que pasó su tiempo en el templo. El cuadro se aparta de la técnica habitual de Rembrandt, con finas capas de pintura casi transparentes que confieren a la obra una cualidad etérea, acentuando la presencia espiritual de Anna. Es un retrato muy tierno e íntimo de una anciana, que capta tanto su fragilidad como su profunda fe.

by Padre Patrick van der Vorst

Oración

PABLO VI

ORACIÓN POR LA FE

 

Señor, yo creo, yo quiero creer en Ti

Señor, haz que mi fe sea pura, sin reservas, y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas.

Señor, haz que mi fe sea libre, es decir, que cuente con la aportación personal de mi opción, que acepte las renuncias y los riesgos que comporta y que exprese el culmen decisivo de mi personalidad: creo en Ti, Señor.

Señor, haz que mi fe sea cierta: cierta por una congruencia exterior de pruebas y por un testimonio interior del Espíritu Santo, cierta por su luz confortadora, por su conclusión pacificadora, por su connaturalidad sosegante.

Señor, haz que mi fe sea fuerte, que no tema las contrariedades de los múltiples problemas que llena nuestra vida crepuscular, que no tema las adversidades de quien la discute, la impugna, la rechaza, la niega, sino que se robustezca en la prueba íntima de tu Verdad, se entrene en el roce de la crítica, se corrobore en la afirmación continua superando las dificultades dialécticas y espirituales entre las cuales se desenvuelve nuestra existencia temporal.

Señor, haz que mi fe sea gozosa y dé paz y alegría a mi espíritu, y lo capacite para la oración con Dios y para la conversación con los hombres, de manera que irradie en el coloquio sagrado y profano la bienaventuranza original de su afortunada posesión.

Señor, haz que mi fe sea activa y dé a la caridad las razones de su expansión moral de modo que sea verdadera amistad contigo y sea tuya en las obras, en los sufrimientos, en la espera de la revelación final, que sea una continua búsqueda, un testimonio continuo, una continua esperanza.

Señor, haz que mi fe sea humilde y no presuma de fundarse sobre la experiencia de mi pensamiento y de mi sentimiento, sino que se rinda al testimonio del Espíritu Santo, y no tenga otra garantía mejor que la docilidad a la autoridad del Magisterio de la Santa Iglesia. Amén.

(Pronunciada en la Audiencia general del 30 de octubre de 1968)

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