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miércoles, 25 de junio de 2025

León XIII consagró al género humano al Sagrado Corazón

 

Portrait of Pope Leo XIII.
En el mes del Sagrado Corazón redescubramos una consagración tan ardientemente deseada por León XIII que la consideraba el acto más importante de su pontificado

El 11 de junio de 1899 se leyó un acto solemne en todas las catedrales e iglesias de pueblo del mundo. Enviado por el Papa León XIII, este texto era una consagración del género humano al Sagrado Corazón.

Para señalar la solemnidad de este acontecimiento, se rezaron oraciones preparatorias durante los dos días anteriores. Este deseo de consagrar toda la humanidad al Sagrado Corazón de Jesús había sido anunciado por el Santo Padre unos días antes en su encíclica Annum Sacrum.

Como señalaba León XIII en este texto, Jesús es rey y dueño supremo, pero no reina sólo sobre los bautizados. Vino para todos los hombres y "todo el género humano está verdaderamente sometido a su poder".

Esta autoridad real se ejerce mediante la verdad, la justicia y, sobre todo, la caridad. Los seres humanos deben toda su vida a Cristo, que es todopoderoso y podría dominar fácilmente el mundo. Pero su exquisita caridad deja libres a los hombres. A ellos les corresponde hacer un gesto hacia Él para manifestarle su buena voluntad y su amor.

La consagración al Sagrado Corazón permite responder al amor de Dios mediante un acto de ofrenda voluntaria. León XIII insistió especialmente en este punto en su encíclica.

Primero una consagración individual

Así, el acto del 11 de junio comienza con una consagración individual:

"Dulcísimo Jesús, Redentor de la humanidad, míranos a nosotros que nos postramos humildemente ante tu altar. Somos tuyos, queremos ser tuyos, y para estar más firmemente unidos a ti, cada uno de nosotros se consagra espontáneamente a tu Sagrado Corazón".

A continuación, pide a Cristo que sea rey "de todos los que aún están perdidos en las tinieblas". Finalmente, termina con la siguiente oración:

"Concede, Señor, a tu Iglesia una libertad segura y sin trabas; concede a todos los pueblos el orden y la paz. Haz que de un extremo a otro del mundo resuene una sola voz: ¡Alabado sea el Corazón divino que nos ha ganado la salvación; a Él sea el honor y la gloria por los siglos de los siglos!

El origen de la consagración

Esta consagración fue inspirada por una monja de origen alemán, la Beata Madre María del Divino Corazón. Nacida en el seno de una familia noble profundamente católica, tuvo su primera experiencia mística a los 21 años. Mientras daba gracias después de comulgar, oyó una voz interior que le decía: "Tú serás la esposa de mi corazón".

Cuando se hizo monja, sus conversaciones interiores con Jesús se hicieron más intensas y frecuentes. En 1898, escribió al Santo Padre para transmitirle "el ardiente deseo de Jesús de ver su adorable Corazón cada vez más glorificado y conocido, y de esparcir sus dones y bendiciones por todo el mundo". Y añadía:

"Él eligió a Vuestra Santidad, prolongando vuestros días, para que pudierais consolar su corazón ultrajado y atraer sobre vuestra alma las gracias selectas que brotan de este Corazón divino, esta fuente de todas las gracias, este lugar de paz y de felicidad."

León XIII se sintió conmovido por esta carta, ya que sus días se habían prolongado porque se había curado de una grave enfermedad varios años antes. Lo anotó al final de su encíclica, deseoso de expresar públicamente su gratitud al Sagrado Corazón de Jesús.

Con esta consagración, León XIII acompañó el florecimiento de la devoción al Sagrado Corazón, que despegó en el siglo XIX. Su predecesor, Pío IX, había extendido la fiesta del Sagrado Corazón a toda la Iglesia católica (1856), antes de beatificar a Margarita María Alacoque (1864) y bendecir el proyecto de construcción de la basílica del Sagrado Corazón en Montmartre.

Desde San Pío X hasta Francisco, los papas posteriores también han vivido de esta devoción. Asociado al Corazón Inmaculado de María, el Sagrado Corazón de Jesús sigue siendo el único refugio para toda la humanidad en tiempos de angustia.

Thérèse Puppinck, Aleteia

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