Mi hermana me hizo hizo el favor de mostrame mi pecado y quedarse junto a mí...
Joanne McPortland, Aleteia
Si tu intención no era ser un incordio para alguien, admítelo y pide perdón a ese alguien. La sugerencia de esta semana para practicar la misericordia en este año jubilar resume la historia de mi vida, es mi principal tarea pendiente cuando me hago exámenes de conciencia.
Si tu intención no era ser un incordio para alguien, admítelo y pide perdón a ese alguien. La sugerencia de esta semana para practicar la misericordia en este año jubilar resume la historia de mi vida, es mi principal tarea pendiente cuando me hago exámenes de conciencia.
Yo soy un incordio (= pústula o molestia, fastidio que causa la persona o cosa que incordia), soy una piedra molestando dentro del zapato o en algún otro sitio del cuerpo o del espíritu de alguien, en el lugar que sea, todos los días… a veces más a menudo incluso.
Y aunque admitiré mi culpa en esto de intencionadamente el incordio de alguien, también tengo un largo y triste historial de fastidiar a los demás por accidente o sin siquiera saberlo. Y me mortifica —así me siento inconscientemente— cuando la verdad me planta cara.
La culpa suele ser de mi sarcasmo repelente y mi déficit de empatía. Reparto frescas tranquilamente, pero no las aguanto cuando me tocan a mí. Mis sarcásticos ojos miran al cielo más que los santos extasiados que pintaba Guido Reni (y no es decir poco, buscadlo en internet si no me creéis).
Hago comentarios repelentes en internet, he llegado a corregir la gramática y la ortografía de cartas de amor que me han mandado, juzgo más que el difunto juez Antonin Scalia y no soy ni la mitad de amable que él.
Así que la segunda mitad de la sugerencia de esta semana —“admítelo [ser un incordio] y pide perdón a ese alguien”— es una práctica tan habitual para mí que no necesito ningún Jubileo de la Misericordia para recordar que debo hacerlo.
Sin embargo, para mí se ha convertido en una mera formalidad automatizada, como decir “disculpe” al chocar con el carrito de alguien en el supermercado, o decir “salud” cuando alguien estornuda.
Y como suelo ofender inconscientemente, he terminado por soltar disculpas profilácticas, como por si acaso.
Esto no tiene nada de misericordioso. Aunque ciertamente es bueno reconocer el dolor que causamos —sobre todo en un mundo donde se escucha tan frecuentemente “lo hice sin querer”, “es lo que hay” y “me da igual”—, unas disculpas inconscientes, desconsideradas y sin intención no expresan contrición ni favorecen la reconciliación.
Lamento decir que hasta hace muy poco no empecé a entender que hay otra forma de actuar, un proceso para reducir los impactos con los demás cochecitos de la feria.
Mi hermana me lo enseñó después de tener el valor de llamarme la atención por haberla dejado tirada en un proyecto importante (decepcionar a la gente está en segundo lugar en mi lista de examen de conciencia).
Mary Lou me escribió un mensaje diciéndome que me estaba comportando como una imbécil. Me impactó, de verdad que me sorprendió. Le respondí con una disculpa escueta. “No es suficiente”, me replicó.
El diálogo duró lo bastante como para que me diera cuenta del verdadero fastidio que estaba siendo y de cuánto le había costado a mi hermana decírmelo; ella, que nunca le ha levantado la voz a nadie. Duró lo suficiente para darme tiempo a rezar.
Así que la llamé, y hablamos por teléfono durante media hora, dos mujeres sesentonas riendo, llorando y siendo claras, sinceras y responsables la una de la otra.
Ella dice que sintió misericordia en mi voluntad de aceptar mi responsabilidad y de ser más consciente, y sabía que yo iba en serio porque yo nunca llamo a nadie por teléfono.
Pero en este ejemplo la que puso en práctica la misericordia fue ella. Mi hermana fue lo bastante misericordiosa como para poner mis pecados delante de mis ojos y quedarse a mi lado después.
Me dio una “bofetada moral” tan fuerte como la de Cher a Nicolas Cage en aquella peli, Hechizo de Luna. Me ayudó a reconocer que la mayoría de las veces que digo “lo siento”, lo que lamento es ser como soy. Me ofreció el gran acto de misericordia de perdonarme.
Y por supuesto, la misericordia es de Dios. Está ahí para todos nosotros, no sólo para las que tienen problemas con la contrición.
Demos gracias por ello y por aquellos que nos recuerdan cuánto necesitamos poner en práctica esta simple sugerencia de esta semana.
En serio, porque no es sólo a veces que el perdón es una oportunidad para que la misericordia funcione en ambas direcciones. La misericordia está siempre, con cada perdón.
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