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lunes, 21 de marzo de 2016

“La vida sexual de los esposos es el centro de su vida espiritual“

La espiritualidad en esta vocación pasa por la donación total y recíproca del cuerpo


Revista Misión
La espiritualidad matrimonial no consiste únicamente en que los esposos recen juntos y realicen prácticas de piedad que los unan más a Dios. La vivencia de la espiritualidad en esta vocación particular pasa, necesariamente, por la donación total y recíproca del cuerpo. Es más: la unión conyugal es el centro y el corazón de la vida espiritual del matrimonio.

YVES SEMEN, fundador y presidente del Institut de Théologie du Corps de Lyon (Francia), y autor de La espiritualidad conyugal según Juan Pablo II (Desclée De Brouwer, 2011) asegura que “no es a pesar de nuestra sexualidad –y menos contra ella– como debemos crecer en cuanto esposos en la vida espiritual, sino por y a través de su ejercicio ordenado, es decir, conforme a su finalidad”. Y añade: “La vida sexual de los esposos no puede ser como un paréntesis en su vida espiritual, sino al contrario: su corazón y su centro”. Su innovador planteamiento se basa en muchos años de estudio y divulgación de la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II.

El autor nos descubre que, durante casi veinte siglos, no existió en la Iglesia “una espiritualidad específicamente conyugal”. Aunque la literatura espiritual había sido siempre abundante en una espiritualidad para sacerdotes y religiosos, era pobre en una espiritualidad que tuviera en cuenta la grandeza y profundidad de la vocación matrimonial como un camino específico de santidad. Los matrimonios se veían “obligados” a alimentarse de una espiritualidad que no correspondía a su estado ni a su vocación. Gracias a la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II, hoy sabemos que “tanto el matrimonio como la entrega de sí mismo a los demás a través del celibato ‘por el Reino’ suponen el don total de sí, y que ambas vocaciones –matrimonio y virginidad– pueden conducir a la santidad”. Misión conversó con Yves Semen para profundizar en su novedoso planteamiento.

¿En qué consiste la espiritualidad de las personas casadas?
Su espiritualidad es la propia de las parejas casadas, no la transposición de una espiritualidad de religiosos o religiosas a la vida matrimonial. Es decir, debe articularse en lo que distingue la vida matrimonial de la vida consagrada: el don del cuerpo.

El que elige el “celibato por el Reino” –en palabras de Cristo–, busca encontrar la unión con Dios en una relación directa con Él. En cambio, en el matrimonio, se recibe una llamada interior para encontrar la unión con Dios por y a través de la donación de uno mismo –incluida la donación carnal– a otra persona. Compartir la vivencia carnal –no solo sexual, sino también del afecto, la ternura y de todo lo que Juan Pablo II llamó el “lenguaje del cuerpo”– es constitutivo de la espiritualidad conyugal.

Y es esencial entenderlo bien porque, de lo contrario, se intenta vivir una espiritualidad de celibato en el matrimonio y los esposos se extravían. Así, observamos a personas casadas que buscan a Dios fuera de su matrimonio o a pesar de su matrimonio, cuando precisamente su vocación al matrimonio debería llevarles a buscar a Dios por y a través de su matrimonio, es decir, por y a través de la donación a su cónyuge.

¿En qué momento se da cuenta la Iglesia de que existe una espiritualidad “específicamente conyugal”?
Los primeros elementos de una espiritualidad conyugal se encuentran en san Francisco de Sales, pero es sobre todo en el siglo XX cuando la Iglesia comienza a poner el foco en ella y empiezan a surgir movimientos de espiritualidad conyugal. Pienso, por ejemplo, en lo que tuvo lugar en Francia bajo la influencia del Padre Caffarel y los Equipos de Nuestra Señora.

¿Por qué tardó tanto la Iglesia en presentar esta espiritualidad?
Es difícil saberlo. Pero después de siglos durante los cuales se ha desplegado toda la belleza de la espiritualidad religiosa y sacerdotal, la Iglesia está llamada hoy a desplegar otra dimensión del tesoro que ha recibido: la espiritualidad conyugal. Se espera así lograr un equilibrio entre las dos modalidades posibles de una misma y única vocación de todo hombre y toda mujer: el don de sí mismo, lo que Juan Pablo II llamó la “vocación esponsal” de la persona. Esta puede realizarse en el don de sí mismo a Dios, a través de la vocación esponsal virginal (consagrada, religiosa o sacerdotal), o en el don de sí mismo a otra persona: la vocación esponsal conyugal.

¿Qué importancia tiene el acto conyugal, más allá de la procreación?
Ante todo, no hay que reducir el acto conyugal a una simple necesidad para dar la vida. Tanto la procreación como la comunión son fines del acto conyugal, y están intrínsecamente unidos: la comunión de los esposos los lleva a querer dar la vida, ya que cualquier comunión auténtica tiende a la fecundidad. Además, el don de la vida completa y perfecciona la comunión. Por tanto, debemos mantener unidos estos dos significados del acto conyugal –que se condicionan el uno al otro–, como ya pedía Pablo vi en su encíclica Humanae Vitae, en 1968.

¿Cómo se unen en el matrimonio la espiritualidad y la vivencia de la corporalidad?
Este es el reto de todo matrimonio que quiera llevar una vida auténticamente cristiana. Esto no sucede de repente ni sin dificultad, pero no es imposible. De lo contrario, La Iglesia nos estaría engañando si nos presentase el matrimonio como una vocación cristiana a la santidad. Es, a la vez, la exigencia y la grandeza del matrimonio.

¿Es la vocación al matrimonio inferior a la del sacerdocio o la vida religiosa?
Por supuesto que no. Juan Pablo II declaró enfáticamente: “En las palabras de Cristo sobre la castidad ‘para el reino de los cielos’, no hay ninguna referencia a una ‘inferioridad’ del matrimonio en lo que se refiere al cuerpo o a la esencia del matrimonio (el hecho de que el hombre y la mujer se unen para convertirse en una sola carne)”. Y de nuevo: “El matrimonio y la castidad [‘por el Reino’] no son opuestos, y no dividen a la comunidad humana y cristiana en dos campos, digamos: el de los ‘perfectos’, gracias a la castidad [en celibato], y el de los ‘imperfectos’ o menos perfectos, por culpa de la realidad de su vida matrimonial”. ¡No se puede ser más claro! Sin embargo, la práctica total de los votos de pobreza, castidad y obediencia de la vida religiosa permiten llegar con mayor facilidad a la caridad plena, que es la única medida válida de la vida cristiana.

¿Es más difícil llegar a la santidad acompañado que solo?
Hay un proverbio chino que dice: “Solo se llega rápido; acompañado se llega lejos”. Cuando se es dos, hay que llevarse el uno al otro; pero, al mismo tiempo, estamos llamados a tener en cuenta a la otra persona para avanzar juntos. Tentaciones no faltan para huir de esta exigencia del matrimonio… Si no nos sentimos llamados a avanzar así en la vida cristiana, puede ser que no tengamos vocación matrimonial y eso es legítimo.

Usted dice que el perdón es necesario para la comunión conyugal; ¿cuántas veces hay que perdonar al cónyuge?
Tantas veces como Cristo nos pide que lo hagamos: setenta veces siete, es decir, ¡no hay límites! El perdón es el punto de paso obligado de la comunión, porque las faltas que los esposos tienen que perdonarse el uno al otro son siempre atentados contra esta. En este sentido, el perdón es lo que permite la perpetua restauración de la comunión. Por consiguiente, es preciso pasar por el perdón solicitado de una manera incansable y concedido con generosidad, a fin de preservar la comunión. Todos los indultos no concedidos, olvidados o negados, generan, poco a poco, una montaña que hace que finalmente la pareja estalle. Cuando uno se da cuenta, es, a menudo, demasiado tarde. Debemos por tanto, pedir perdón y perdonar todos los días, porque todos los días se puede hacer daño o ser herido.
Artículo originalmente publicado porRevista Misión

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