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lunes, 21 de marzo de 2016

El pecado del que nadie habla

Es más fácil pensar lo peor que lo mejor de los demás, pero ¿qué le está haciendo esa "macabra alegría" a nuestra sociedad?

una persona a la que la sale fuego y bombas por la boca en caricatura
Greg Kandra, Aleteia
De vez en cuando me encuentro con un recordatorio de lo astuto que puede llegar a ser Satán, en especial durante la Cuaresma.

Pensemos, por ejemplo, en un pequeño y pernicioso pecado que parece haber echado fuertes raíces en esta edad de los medios sociales: la maledicencia. Cada vez veo más comentarios denigrantes. Y en realidad nadie habla del daño que infligen, aunque el Papa se ha referido frecuente y vehementemente a su malvado primo cercano, el cotilleo. (El pontífice llegó incluso a comparar el chismorreo con el terrorismo.)

Así que, ¿a qué problema nos enfrentamos? Permitid que me explique.
Primero, el catecismo nos enseña que la detracción es un pecado contra el octavo mandamiento:
2477 El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto. Se hace culpable:
– de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo;
– de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran;
– de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

2478 Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo:

“Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien entendiéndola, se salve” (San Ignacio de Loyola, Exercitia spiritualia, 22).

2479 La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. Ahora bien, el honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

Y los medios de comunicación, según se nos recuerda, cargan con una responsabilidad especial:
2494 La información de estos medios es un servicio del bien común (cf IM 11). La sociedad tiene derecho a una información fundada en la verdad, la libertad, la justicia y la solidaridad:
“El recto ejercicio de este derecho exige que, en cuanto a su contenido, la comunicación sea siempre verdadera e íntegra, salvadas la justicia y la caridad; además, en cuanto al modo, ha de ser honesta y conveniente, es decir, debe respetar escrupulosamente las leyes morales, los derechos legítimos y la dignidad del hombre, tanto en la búsqueda de la noticia como en su divulgación” (IM 5).
2495 “Es necesario que todos los miembros de la sociedad cumplan sus deberes de caridad y justicia también en este campo, y, así, con ayuda de estos medios, se esfuercen por formar y difundir una recta opinión pública” (IM 8). La solidaridad aparece como una consecuencia de una información verdadera y justa, y de la libre circulación de las ideas, que favorecen el conocimiento y el respeto del prójimo.

2497 Por razón de su profesión en la prensa, sus responsables tienen la obligación, en la difusión de la información, de servir a la verdad y de no ofender a la caridad. Han de esforzarse por respetar con una delicadeza igual, la naturaleza de los hechos y los límites el juicio crítico respecto a las personas. Deben evitar ceder a la difamación.
Nada menos que el Reverendo John A. Hardon, de la Compañía de Jesús,afirmó lo siguiente en relación al pecado de la maledicencia:
La buena reputación de una persona le pertenece a dicha persona y no debiéramos causarle daño al revelar,sin razón grave proporcionada, lo que sabemos es verdad en relación a ella.

La Maledicencia es, por consiguiente, un pecado contra la justicia porque priva al hombre o mujer de aquello que normalmente valora más que la riqueza. La declaración de Sócrates, sobre que la forma de ganar una buena reputación es esforzándose en ser aquello que quieres parecer, pone de manifiesto el esfuerzo necesario para ser merecedor de un buen nombre. Todo ello, más incluso que la riqueza acumulada, puede ser destruido por un único acto criminal de maledicencia.

La seriedad del pecado cometido derivará principalmente de la gravedad de la falta o limitación divulgada. Pero también dependerá de la dignidad de la persona detractada y del daño causado a ella o a otros al revelar algo que estuvo oculto y cuya divulgación rebaja (si no arruina) su posición ante la opinión pública.

De forma parecida a la restitución que se exige tras un robo, la maledicencia demanda una reparación en la mayor medida posible de la reputación de la persona afectada. A menudo esta reparación es casi imposible de realizar, ya sea por el número de personas informadas o por la complejidad de la situación. Pero ello sólo enfatiza la advertencia de las Escrituras: “Preocúpate de tu nombre, que eso te queda, más que mil grandes tesoros de oro. La vida buena tiene un límite de días, pero el buen nombre permanece para siempre” (Si. 41:12-16).

Durante esta época de penitencia y oración, merece la pena que nos preguntemos si hemos sido, conscientes o no, culpables de maledicencia. ¿Hemos dañado de forma intencionada el buen nombre de alguna persona? ¿Hemos intentado herir la reputación de alguien (incluso creyendo que se lo merecía)? ¿Nos hemos entretenido con la oscura diversión del cotilleo?

Durante la Cuaresma, es importante recordar que el chocolate no es la única tentación que tenemos que resistir. Hay otras tentaciones que pueden resultar igual de seductoras e insanas, y mucho más perjudiciales para nuestras almas. Durante este Año de Misericordia, estamos llamados a extender nuestra piadosa mano a nuestros hermanos y hermanas y a ver y reconocer mejor la dignidad inherente en todos ellos.

Se trata de añadir valor a los demás, no de restárselo.

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