Cerca de ti, Gonzalo Abadie ReL
«Te amo no por lo que das, sino por lo que quitas, Jesús». Ante palabras como estas, uno no puede dejar de maravillarse de la capacidad de algunos santos para comunicar lo que están viviendo. Una frase de tono coloquial aunque secreta, porque pertenece a las cartas personales y privadas que la santa de Calcuta escribió y que procuró fueran destruidas. Eran palabras para Jesús, solo para él. Esa frase desnuda el intenso proceso espiritual de su encuentro con él, que llegó a sentir como una demolición: «quiero amar a Dios por lo que Él se lleva. Ha destruido todo en mí».
¿Qué es lo que destruyó Jesús en ella? El aire de la frase no esconde cierto dolor. No es este un amor olvidable, uno que no deja marcas. Este duele, pero lo hace crecer. Como el que enfrentó Jesús en la cruz, hasta ver destruido su cuerpo, es decir, hasta morir. Sin embargo, este amor doloroso le abrió para siempre las puertas de una vida nueva. Sus llagas y heridas, presentes en su cuerpo resucitado y glorioso, nos recuerdan este misterio. Como si nos dijera: amo estas marcas, porque por ellas entré en esta vida nueva.
San Pablo busca decirnos en todo momento que nosotros, misteriosamente, vivimos ya esa experiencia de Jesús, y que, por lo tanto, el sufrimiento y sus marcas nos permiten ir entreviendo una vida nueva. Que la felicidad que buscamos, si no deja marcas, es muy frágil y pasajera. Que sufrimiento y vida vienen entreverados, y no es tan fácil distinguirlos. Que muchas cosas que sufrimos hoy, tienen un sentido que solo con el paso del tiempo y la experiencia iremos descubriendo. Que aun los grandes dolores de la vida, los no queridos por Dios, dolores incomprensibles y tremendos, como aquellos en los que sí tenemos algún tipo de responsabilidad, traen asociados la fuerza de la redención, es decir, la misericordia y el consuelo personal de Cristo, y su poder de dar vida, si nos dejamos influir por la acción del Espíritu Santo. Si confiamos en él.
Es el Espíritu quien ha recibido de Cristo Jesús este poder redentor obrado en la cruz, poder que puede irse plasmando gradualmente en nuestras propias vidas, corazones y conciencias, haciéndonos participar desde dentro de aquella lucha que, aunque tiene ya un vencedor, no impone su victoria, sino que nos invita a conquistarla y pelear por ella.
Podríamos decirlo así. Jesús dio la vida por todos nosotros, por todo el mundo en la cruz. Pero, ¿quiero yo esa vida? Ese sí o ese no, no es un instante, no es una palabra dicha en un momento sentimental. Esa respuesta, por tratarse del hecho más radical y profundo que afecta a todo lo que fui, soy y seré, coincide con el curso de toda mi existencia. Nuestra vida es la respuesta. Y esa respuesta, cuando es positiva— ¡cuando uno quiere vivir!— implica toda una lucha. ¿Pero contra qué luchamos? San Pablo dice lo siguiente (Gál 5, 16-17):
«Yo los exhorto a que se dejen conducir por el Espíritu de Dios, y así no serán arrastrados por los deseos de la carne. Porque la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne. Ambos luchan entre sí».
Pablo presenta estos dos modos contrapuestos de ser: uno según el espíritu, y otro según la carne. Habla de una lucha, una lucha interior.
El «espíritu» y la «carne» son dos palabras que, en la Biblia, están un poco en tensión. Porque «carne» quiere decir «corporalidad», y aunque esta es vista como algo hermoso, como la condición humana, la posibilidad de hacernos presentes ante los demás, como aquello que somos, no por eso deja de señalar nuestro límite. Porque somos carne (basar en hebreo, sarx en griego), nos cansamos, somos dependientes, experimentamos la debilidad, tenemos necesidades. O sea: nuestra condición corporal nos convierte en personas situadas en un contexto determinado e ineludible: soy este y no otro, vivo en este tiempo, hablo este idioma, nací en esta familia, tengo esta historia, estos vínculos, este cuerpo… Decir «soy carne» significa decir «soy este», «aquí me ves».
Por otra parte, espíritu (rúaj en hebreo, pneuma en griego) significa viento, y viene a significar lo que no conoce límites, lo que no puede ser controlado, la libertad sin fronteras, el poder, lo que no termina ni muere ni conoce la decadencia, una realidad superior, invisible… Por eso, propiamente, solo Dios es Espíritu. (Allí tenemos este gran misterio del Dios que se hizo carne).
La Escritura se refiere al hombre con uno u otro término según el aspecto que desee acentuar. Para referirse a él en su condición precaria, habla de que es sarx. «Esto es mi cuerpo que será entregado por ustedes», dice Jesús en la última cena. Otras veces se habla del hombre como espíritu. ¿Cuándo? Cuando este percibe en sí mismo esos deseos de ir más allá de lo que le permite su condición corporal, ese contexto que lo sitúa entre su nacimiento y su muerte, entre esas fechas concretas. Cuando sueña con amar a alguien para siempre, cuando siente deseos de alcanzar una felicidad más y más grande, cuando sueña mundos ideales y escribe una poesía capaz de desmentir la muerte, cuando siente que está hecho para la inmortalidad…, y que el límite debe ser traspasado y vencido.
A esto también alude Pablo cuando pide que nos dejemos conducir por el Espíritu con mayúscula. El Espíritu te lleva a eso grande que te llena de ilusiones. El lugar al que te conduce no es mediocre, sino uno que está del otro lado de las fronteras.
Pero Pablo va a enriquecer estos conceptos, pues él sabe que hay límites más pesados que los naturales de la sarx (carne), y una vida más alta que los simples sueños humanos (rúaj, espíritu). Entonces nos invita a entrar en un mundo que el bautizado va descubriendo poco a poco. Aquel de la cruz. Aquel por el cual luchó Jesús y al que nos ha vinculado por el bautismo y la fe: «nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él» (Rm 6, 6). Teresa lo decía a su modo: «lo que quitas», o «lo que Él se lleva», lo que destruye. Esto ya es más que aquella tensión interior de la que hablábamos y que forma parte de nuestro modo de ser.
Pablo habla ahora de una lucha entre la carne y el espíritu. Y se trata de un conflicto no solo moral (entre lo que está bien y lo que está mal), sino también sobrenatural, salvífico (= soteriológico), pues está vinculado a nuestra participación en la lucha que Cristo sostuvo en la cruz contra el pecado del mundo, ese que se opone a su persona:
«Comprendámoslo: nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él, para que fuera destruido este cuerpo de pecado» (Rm 6, 6).
Y dice Cantalamessa: «el Espíritu crea la vida nueva, es cierto, pero haciendo morir la vida vieja».
La vida vieja es la del pecado, consecuencia de no dejarse conducir por el Espíritu, que, como sabemos, no habla por sí mismo, sino que nos introduce en toda la Verdad (= Jesús), y dice «lo que ha oído» (Jesús es la Palabra de Dios), y actúa con la fuerza redentora de Cristo. Dejarse conducir por el Espíritu es lo mismo que decir dejarse conducir por Cristo. Recordemos que el Espíritu es como el micrófono del Hijo, el aliento que hace sonar su palabra. Cuando esto no sucede, cuando Jesús es desoído (este es el sentido de desobedecido), cuando la acción del Espíritu es resistida, persisten las «obras de la carne: fornicación, impureza y libertinaje, idolatría y superstición, enemistades y peleas, rivalidades y violencias, ambiciones y discordias, sectarismos, disensiones y envidias, ebriedades y orgías, y todos los excesos de esta naturaleza» (Gál 5, 19-21). Pablo solo propone una «lista» abierta de actitudes, de hábitos estables o vicios. Busca provocar la conversión, que nos sintamos necesitados de perdón, que nos demos cuenta de que tenemos modos de relacionarnos propios de la «carne», de ese «cuerpo de pecado» que tiene que ser destruido, purificado, «porque los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y sus malos deseos» (Gál 5, 24). «Te amo no por lo que das, sino por lo que quitas, Jesús».
«Por el contrario, el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia. […] Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos conducir también por él. No busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos mutuamente» (Gál 5, 22-23. 25-26).
En un artículo anterior hemos visto cómo el Paráclito (= Espíritu) es el que nos muestra dónde está el pecado (cf. Jn 16, 8), es decir, nos ayuda a que nos demos cuenta: ah, yo soy así…, me gustaría cambiar (esta «obra de la carne»)… El darnos cuenta lleva tiempo…. Y el cambiar, toda la vida. Y nos damos cuenta de que no podemos, además. Por eso Pablo nos invita a dejarnos conducir por el Espíritu en esta lucha. Es él en nosotros quien puede destruir el pecado y darnos una vida nueva. Recordemos que es simbolizado con el fuego, el cual ilumina el corazón (nos permite ver el pecado), lo purifica (hace arder el pecado, perdonándolo), y finalmente, lo llena del ardor y amor de Jesús (da vida nueva).
En Las moradas, Teresa de Ávila se refiere a esta lucha de la fe, y habla de que «es terrible la batería», y de cómo «andan los golpes y la artillería», y de la «barahúnda» de la pobre alma, y llega a impetrar: «¡Acábese ya esta guerra…!». Y habla del modo de vencer: «no a fuerza de brazos» (no en base a la sola voluntad, la fuerza y el esfuerzo personales), sino por medio de la oración «con suavidad», para seguir la voluntad del Señor, y confiar «en la misericordia de Dios y nonada en sí».
Juan Pablo II, reflexionando a propósito de esta rebelión contra Dios, de este drama entre el espíritu y la carne, se confía también al amor divino. Señala que de un lado se halla el límite y la pecaminosidad del hombre, y del otro, «el misterio del don, aquella incesante donación de la vida divina por el Espíritu Santo. ¿De quién será la victoria? De quien haya sabido acoger el don» (Dominum et vivificantem, 55). «Quien no tiene combate, no tendrá victoria —escribe santa Catalina de Siena—, y quien no vence queda confundido». Hay que pelear, no hay más remedio. Y para ganar, hay que perder, dejarse vencer por la misericordia.
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