Estudiar la Biblia me ha permitido percibir lo que antes no veía y ni siquiera intuía: la maravillosa presencia de nuestro Padre Dios en el Templo...
Van a ser probablemente tres años desde que empecé a asistir a misa diaria. Recuerdo que había hecho una promesa por Cuaresma, de asistir a visitar al Santísimo cada viernes. Pero en lo que llegaba veía que siempre estaban celebrando la Eucaristía y terminaba interrumpiendo la adoración en el oratorio para ir a comulgar.
En esta misma época me había decidido a empezar a estudiar teología. Entonces salía inmediatamente de las clases y corría a la misa.
Cuando terminó la Cuaresma, me quede con las misas. Podría decirse que Dios me fue cautivando para que me quedara para siempre ahí con Él.
Cuántos santos…
La misa se volvió algo fundamental en mi día. Empecé a observar la cantidad de santos y santas que me acompañaban en el templo.
Al mirar con atención a todos aquellos que reconozco y de los que algo de sus vidas puedo contar, dejaron de ser figuras de yeso para alimentarme con sus historias.
Me reconforta saber que al igual que yo, tuvieron las mismas inquietudes, la misma sed, los mismos cuestionamientos y anhelos por encontrar con cada vez más certeza las huellas de Jesús en su camino.
Y pienso… y me asombro al pensar en cuántos santos tenemos, cuántos murieron mártires por nuestra fe.
Cuántos contando hasta el último aliento con sus voces, con el corazón y con su carne, las maravillas de nuestro Señor.
Tantos que encontraron el silencio y la indiferencia, y tantos otros la violencia y la muerte… pero todos ellos sí que dieron fruto y mucho fruto.
Mi madre…
En la parroquia a la que asisto hay una pintura réplica de la hermosa Guadalupe de México.
Está resguardada por once pilares y bajo la atenta mirada de once vitrales con las imágenes de los santos apóstoles.
La ausencia de un pilar y de la imagen en un vitral de color entero sin imagen es triste y evidente.
La hermosa Señora me mira y parece decirme “presta atención” cada vez que mi mente empieza a divagar durante la misa.
A veces el color de su manto luce más vivo, a veces parece que el viento ondeara levemente los bordes de este manto.
El hecho de que se encuentre detrás del altar, resguardada por los once vitrales y los once pilares, me deja ver la grandeza de su humildad y su extraordinario valor y belleza.
Procuro sentarme en un lugar donde pueda verla.
¡El Amor está ahí!
El tener la oportunidad de estudiar la Biblia me ha permitido percibir lo que antes no veía y ni siquiera intuía: la maravillosa presencia de nuestro Padre Dios en el Templo.
No alcanzo a expresar la belleza y bondad de su paternidad hacia nosotros los hombres.
Cada episodio, cada símbolo, cada parte de la misa y cada persona de la Santísima Trinidad, son expresión de su amor y de su entrega.
Pienso que Dios extiende sus manos para atraernos hacia sí.
El sacerdote y sus vestiduras
Ver entrar al sacerdote por el pasillo central es algo que alegra mucho mi corazón. Es ver entrar a Jesús mismo porque representa a Cristo, el sacerdote mayor que va a ofrecerse por nosotros y transformar el pan y el vino en Su carne y Su sangre.
Las vestiduras que lo envuelven embellecen y dan gloria a Dios destacando la figura de Cristo mientras oculta la identidad de su sacerdote.
Es algo maravilloso, sobre todo cuando vemos tantas vestiduras de tantos colores destacando diferentes tiempos del año en los que celebramos la misa.
Y nuestro dulce Jesús, abrazo del Padre
Nuestro dulce Jesús, allí, guardado a nuestro alcance en el Sagrario, verdaderamente presente en la sagrada Hostia, es ese abrazo del Padre.
Cuando miro las manos extendidas del sacerdote diciendo “Cuerpo de Cristo”, pienso que Jesús viene con ternura hacia mí.
Él espera que muchos más lo reciban. Tristemente, muchos no lo hacen y siento que yo quisiera amarlo por todos aquellos que no lo reconocen en ese pedazo de pan.
También el Espíritu Santo soplando
Cuando cierro los ojos también procuro imaginar la presencia del Espíritu Santo, que sospecho está revoloteando en medio de todo, incluso de mi corazón, como cuando revoloteaba sobre las aguas en la creación.
Es el espíritu que lo atraviesa todo, incluso capaz de atravesar mi mismísima voluntad si yo se lo pido.
Aquel que hace despertar los sentidos del corazón para poder ver lo que no veo con los ojos, aquel que transforma la indiferencia y la sequedad de mi alma.
Los hermanos… ¡todo habla!
No es lo único que encuentro en esta hora de cielo. Hasta la presencia de los que se aproximan a rezar denotan nuestra sed de consuelo y de amor.
Esta actitud de necesidad deja ver a quién pertenecemos realmente y por qué este lugar es un verdadero refugio para el alma.
Es verdaderamente impresionante como todo, en la misa, es una verdadera fuente de catequesis.
¿La misa es aburrida? No, los indiferentes somos nosotros, que no somos capaces de mirar más allá de la frialdad de unos muros y del madero de una cruz.
La historia más esperanzadora
La historia de nuestra fe es la aventura más exquisita a la que estamos invitados. La historia de un pueblo y de su morada final está escrita y relatada en cada misa.
A ella se nos invita para ser alimentados con el mismísimo corazón de Dios hasta el buen día en que nos volvamos a encontrar, esta vez cara a cara.
En esa Su segunda venida, reconoceremos que, aunque hayamos estado lejos, Él es y siempre será nuestro único y verdadero hogar.
En la misa lo recibimos todo, recibimos lo único que es importante para la vida y para el alma nuestra.
Lorena Moscoso, Aleteia
Vea también Sermón sobre la Santa Misa - Santo Cura de Ars
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