Haga lo que haga Dios está esperándome para perdonarme, para abrazarme
Carlos Padilla Esteban, aleteia
No siempre consigo sentirme amado por Dios. Se me olvida ese amor sin razones suyo. A veces miro a Dios y pienso que valgo mucho y que es normal que Dios me quiera. Me necesita. Me puede mi orgullo. Pero no es real. Otras veces no veo ese amor de Jesús hacia mí sin condiciones. Y veo que no hay razones suficientes para seguir amándome.
Entonces pienso que no merezco ser amado. Cuando experimento mi debilidad y mi culpa. Pienso que Jesús no tiene razones suficientes para amarme. La pena es que no toco ese amor inmenso. No lo veo. No me lo creo. Y por eso vivo roto, con el alma vacía. Abandonado.
Vivo mendigando amores pequeños que calmen mi sed infinita. No entiendo que su amor me quiere no por cómo soy, sino simplemente porque existo. Me ama porque Dios es bueno. Y yo no soy merecedor de ese amor. Es un don. Es gratuito.
Esa experiencia que sucede con Dios no es tan fácil vivirla con los hombres. El padre José Kentenich decía: “Dios nos quiere atraer con lazos humanos. Por eso procura que nos dejemos vincular por el amor filial, conyugal, paternal. Pero Dios tira de ese lazo hacia arriba, y no descansa hasta que todo esté ligado a Él”[1].
A veces el amor humano no me lleva a Dios. Otras sí. Tal vez el amor más parecido al de Dios es el de una madre por su hijo. Puede que no tenga razones suficientes para seguir amándolo cuando ha caído, pero no puede dejar de hacerlo. No es razonable seguir amando, pero ella lo sigue amando.
Así, pero con categorías infinitas, es el amor de Dios hacia nosotros.
Me siento pequeño y desbordado. Haga lo que haga Dios está esperándome para perdonarme, para abrazarme. Sale al borde del camino y me espera con los brazos abiertos. No me recrimina. Me perdona siempre. Me acoge y me ama.
En mi pobreza entonces experimento que sólo puedo responder con amor a tanto amor recibido. Me siento frágil y débil. Amo entonces no desde la obligación, sino desde mi dependencia. Dependo de Dios totalmente. Le amo no porque yo sea bueno, sino porque Él me ha amado primero.
[1] J. Kentenich, Kentenich Reader III
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