Se trata de convertirse en criaturas nuevas en Cristo, como le pasó a san Pablo
La conversión de san Pablo en el camino de Damasco es la única que la Iglesia católica celebra en el año litúrgico. Concretamente el 25 de enero.
No celebramos la conversión de san Agustín ni la de san Francisco ni la del beato Charles de Foucauld, sino la de san Pablo, porque es en cierto modo el arquetipo de toda conversión cristiana.
¿Qué significa exactamente convertirse?
Convertirse, para san Pablo, no consistió solamente en renunciar a sus opiniones y cambiar de conducta, sino en renunciar a la imagen que tenía de sí mismo, en morir a sí mismo para revestirse de Cristo.
No pasó únicamente del estado de fariseo al de cristiano practicante biempensante. Se convirtió en una “criatura nueva en Cristo” (2 Co 5, 17).
Así es con cada cristiano.
La llamada de Cristo a la conversión es una invitación a entrar en comunión con Él hasta el punto de poder decir con san Pablo:
“Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2, 20).
Desde su conversión, esta es la única cosa que contaba verdaderamente a los ojos de san Pablo. Ni la circuncisión ni la ley ni las obligaciones alimentarias, sino Cristo.
Parecerse a Dios
La vida cristiana es básicamente un proceso de conversión. Se trata de liberarnos de toda forma de esclavitud para parecernos cada vez más a Dios mismo, que nos creó a su imagen y semejanza.
Si no nos convertimos, si no nos parecemos más a Cristo después de años de vida “cristiana”, entonces nos arriesgamos a ser en este mundo meras caricaturas de Dios y, asumámoslo, unos escándalos ambulantes para aquellos que sólo conocen el Evangelio de oídas.
Como decían los antiguos: Corruptio optimi, pessima, ¡la corrupción de los mejores es la peor de todas!
Cuántas veces habremos escuchado este tipo de comentarios de personas escandalizadas por “católicos de domingo”: “Tú dices ser cristiano y te pasas el tiempo haciendo esto o sin hacer eso otro”.
Y es que la auténtica vida cristiana no consiste solamente en ir a misa el domingo y en creer en los 598 números del resumen del Catecismo de la Iglesia Católica (aunque eso es estupendo, evidentemente).
La vida cristiana consiste en convertirnos hasta el punto de volvernos cada vez más hombres y mujeres evangélicos, viviendo en este mundo “a imagen y semejanza de Dios”.
Así que lo esencial de la conversión cristiana puede decirse en dos palabras: divinización y liberación. Convertirnos es unirnos a Dios y liberarnos de lo que le es contrario.
Dios nos une a su propia vida
El Oriente cristiano no duda en hablar de “divinización” para expresar esta vocación cristiana.
“Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios”, dijo san Ireneo de Lyon (siglo II).
San Atanasio de Alejandría (siglo IV) añadió: “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios”.
Incluso santo Tomás de Aquino (1225-1274) coincidió: “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”.
Hoy en día dudamos a la hora de emplear un lenguaje así. Y sin embargo, no hay nada más clásico y más verdadero que esto: Dios, desde la creación de la humanidad, no tuvo otro propósito que el de hacer al hombre semejante a Él.
El pecado de Adán y del hombre condenó ese plan original, pero la obediencia de Cristo hasta la Cruz lo restableció. En Cristo, llegamos a “participar de la naturaleza divina” (2 P 1, 4).
Ciertamente, no somos divinos desde el punto de vista de la naturaleza –seguimos siendo humanos–, pero lo somos desde el punto de vista de la vida divina que fluye en nuestra alma desde el bautismo.
Dios nos unió a su propia vida. La gracia que desborda en nuestra alma es una participación en su propia vida.
El Demonio entorpece
Pero, si esto es cierto, ¿cómo es que cambiamos tan poco? ¿Por qué nos resulta tan difícil convertirnos de verdad?
En parte, es porque no hacemos nuestra esta verdad. Creemos demasiado vagamente que somos hijos de Dios, así que no entramos de lleno en el misterio que nos es dado vivir aquí y desde ahora.
Como lo que somos profundamente no es muy visible aún aquí abajo, siempre nos vemos llevados a disminuir el misterio de nuestra vida cristiana.
El Demonio, que comprende muy bien cuál es la cuestión, nos pone a prueba (¡y nos detesta!) de la misma manera que puso a prueba (y detestó) a Jesús en el desierto, intentando hacernos dudar de nuestro ser profundo: “Si eres el Hijo de Dios”, es decir: “Si eres lo que pretendes ser, ¡eso debería verse un poco más!”.
El Demonio quiere cegarnos sobre nuestra identidad real (Dios en nosotros y nosotros en Dios).
Y es la trampa en la que caemos cada vez que intentamos construir nuestra personalidad sobre algo distinto a Dios. Asumimos entonces determinada cualidad superficial para nuestro yo profundo y, en definitiva, es una forma sutil de idolatría.
Pero nos gusta adorar a ese “yo” querido que pensamos que somos; y como percibimos que la conversión nos lo va a arrancar, nos resistimos, dejamos para mañana la Hora de Dios y la nuestra.
Una conversión es una liberación
Toda conversión es un misterio pascual: un misterio de crucifixión y de resurrección, porque convertirnos en “una criatura nueva” sólo puede hacerse bajo el precio de la muerte del “hombre viejo” (es decir, a menudo, ¡el hombre nuevo que creemos ser!).
Sin embargo, aunque sea algo a lo que todos estemos muy apegados, se trata de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos (sea positiva o negativa, además).
Saulo, que pensaba llegar orgullosamente a Damasco para hacer cautivos allí a los discípulos de Cristo, debió, tras su encuentro con Jesús, hacer su entrada en la ciudad ciego y guiado de la mano.
Fue necesario que su “ego” fuera roto para que su “yo profundo” pudiera emerger. Fue necesario que el fariseo que era fuera “crucificado” con Cristo para poder resucitar cristiano.
Las dificultades de convertirse
En el tercer relato de su conversión, en el capítulo 26 de los Hechos de los apóstoles, hay un detalle que nos indica cuán duro debió ser el combate con Dios para Saulo. Convertido en cristiano, cuenta esta frase que le dijo Cristo en el camino:
“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Te lastimas al dar coces contra el aguijón”.
Dar coces contra el aguijón es lo que hace un buey cuando se niega a avanzar aunque reciba la aguijada del boyero. Jesús compara así a Saulo con un buey que resiste y se hace daño a fuerza de resistirse.
Es conmovedor, además, ver que no le dice: “Me faltas al respeto al resistirme” ni “Eres cruel y vas a conocer mi cólera si continúas así”. Tampoco le dice: “Me resulta difícil soportar esto”, sino: “Te resulta difícil”, “Es duro para ti”. Es un poco como si dijera: “Sobre el daño que me haces no hablaré, ¡pero mira un poco el daño que te estás haciendo a ti mismo!”.
La conversión cristiana no es solamente una conversión moral o una liberación del pecado (Pablo no nos dice: “Antes obraba mal, ahora hago el bien”); es una conversión que afecta a todo nuestro ser personal en lo más profundo, una liberación con respecto a todo aquello que, en nuestra persona, se resiste a Dios.
Por Fray Thomas Joachim, Edifa Aleteia
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