Ofrecernos junto con Cristo es la primera disposición interior para que
la participación en la liturgia sea auténtica participación. Había que
responder a estas preguntas: ¿qué ofrecemos? ¿cómo nos ofrecemos?
¿qué incluimos en la ofrenda? ¿De qué modo se realiza la participación
interior, la propia del corazón? ¿Cuáles son las disposiciones íntimas,
espirituales?
Pensemos -y no olvidemos- que una verdadera participación en la
liturgia conduce a que lleguen “a ofrecerse a sí mismos al ofrecer la
hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente
con él, se perfeccionen día a día por Cristo mediador en la unión
con Dios y entre sí” (SC 48).
Sabiendo estonces el sentido profundo que toda liturgia de tiene
de ofrecer y ofrecernos, veamos ahora cómo es el corazón que
participa, cuáles son sus virtudes o sus cualidades para que sea
una liturgia santa y participativa... porque lo que importa es el corazón
-no el activismo de 'hacer' o 'intervenir' o tener 'un minuto de
gloria' subiendo al presbiterio-. Siempre "lo esencial es invisible a los
ojos": vayamos pues al corazón de los fieles.
El corazón debe ser muy consciente de participar en la liturgia sabiendo
que está en presencia del Dios Altísimo, de Dios que es Padre, Hijo y Espíritu.
¡Se está en presencia de Dios!
La liturgia es opus Dei, obra de Dios, así como un divino servicio.
Es algo santo y sagrado porque proviene de Dios mismo que nos permite
estar en su presencia y servirle; es santa y sagrada la liturgia porque en
ella estamos ante Dios mismo, y debemos reproducir el mismo espíritu de
fe, respeto y adoración de Moisés ante la zarza ardiente que se descalza
porque está en terreno sagrado ante el Dios vivo (cf. Ex 3,1-8).
Se nos inculca un sentido profundamente religioso, la conciencia
de una Presencia, sin los resabios secularistas donde el hombre es
el centro y la liturgia parece una fiesta humana, una comida de amigos.
“Nada de lo que hacemos en la Liturgia puede aparecer como
más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace
por obra de su Espíritu. La fe vivificada por la caridad, la adoración,
la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación, serán
siempre los primeros objetivos a alcanzar para una pastoral
litúrgica y sacramental” (Juan Pablo II, Carta Vicesimus Quintus
Annus, n. 10).
Quien nos inculca ese sentido religioso de la liturgia -¿acaso podría tener otro?- es la misma eucología. Acudiendo a la liturgia, estamos sirviendo a Dios: “podamos servirte en el altar con un corazón puro”[1]. La ofrenda –eucarística y existencial- se ofrece con un solo objeto, el de servir a Dios: “Mira, Señor, complacido el sacrificio espiritual que vamos a ofrecerte en nuestro deseo de servirte”[2].
Dios mismo nos llama al servicio santo de la liturgia: “escucha, Señor, nuestra oración y libra de las seducciones del mundo a los que has llamado a servirte en estos santos misterios”[3] y la liturgia es siempre un servicio al Señor: “concédenos, Dios de misericordia, servir siempre a tu altar con dignidad”[4]. La ofrenda posee un significado espiritual mostrando que somos siervos del Señor: “como signo de nuestra servidumbre”[5], “miras nuestra ofrenda como un gesto de nuestro devoto servicio”[6].
La liturgia es un servicio divino, un servicio santo[7]. En ella somos siervos y servidores, no dueños y amos; recibimos como don, no somos poseedores a nuestro arbitrio. Vivimos y queremos vivir “entregados a servirte en el altar”[8]. En la liturgia obsequiamos a Dios con “el homenaje de nuestro servicio”[9].
[1] OF (: Oración sobre las ofrendas), San José.
[2] OF, Espíritu Santo, B.
[3] OF, Lunes II Cuar.
[4] OF, Jueves V Cuar.
[5] OF, IV Dom. T. Ord.
[6] OF, VIII Dom. T. Ord.
[7] “Nuestro humilde servicio” (OF, X Dom. T. Ord.); “nuestro servicio” (OF, XIII Dom. T. Ord.).
[8] OF, San Carlos Luanga, 3 de junio.
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