La samaritana
"Solo las personas reconciliadas pueden llevar el Evangelio", dice el Papa Francisco en el texto de la catequesis que tenía previsto pronunciar el 26 de marzo de 2025 durante la audiencia general, que suele celebrarse en la plaza de San Pedro los miércoles por la mañana
Tras centrarse en Nicodemo la semana pasada, el Francisco cuenta la historia de la samaritana, a la que Cristo encuentra en un pozo y le pide agua. "Jesús tiene sed sobre todo de la salvación de esta mujer", subraya el Papa.
El Papa destaca el modo en que Cristo, con sus palabras, ayuda a esta mujer con una historia "complicada y dolorosa". Había sufrido grandes reveses matrimoniales y anhelaba ser "amada de verdad". La samaritana, explica el Papa, rechaza inicialmente la mano tendida de Jesús, y pone de relieve las tensiones existentes entre los judíos, el pueblo de Jesús, y su propio pueblo, que vive en Samaria.
"Cuando Dios toca nuestras vidas con sus problemas, a veces nos perdemos en reflexiones que nos dan la ilusión de una oración exitosa", dice el Papa Francisco, advirtiendo contra estas "barreras protectoras". Señala cómo Jesús desarma esta actitud en la samaritana al revelarse como el Mesías, es decir, "el que puede responder finalmente a [su] deseo de ser amado".
Un modelo de evangelización
La samaritana advirtió entonces a su pueblo. El Papa explica cómo su ejemplo puede alimentar hoy la reflexión sobre "nuevas formas de evangelización". Para ella, "el pasado ya no es una carga", y ahora puede compartir con todos "su experiencia de ser comprendida, acogida y perdonada", subraya.
"Solo las personas reconciliadas pueden llevar el Evangelio", dice el Papa, insistiendo en la misericordia de Dios. "Aunque nuestra historia parezca pesada, complicada, quizás incluso en ruinas, siempre tenemos la posibilidad de entregarla a Dios y comenzar de nuevo nuestro camino", concluye.
I.Media, Aleteia
Catequesis completa
CATEQUESIS DEL SANTO PADRE
PREPARADA PARA LA AUDIENCIA GENERAL DEL 26 DE MARZO DE 2025
Ciclo de catequesis - Jubileo 2025. Jesucristo, nuestra esperanza. II. La vida de Jesús. Los encuentros. 2. La samaritana. «¡Dame de beber!» (Jn 4,7)
Queridos hermanos y hermanas:
Después de haber meditado sobre el encuentro de Jesús con Nicodemo, quien había ido a buscar a Jesús, hoy reflexionamos sobre aquellos momentos en los que parece que Él nos estaba esperando justo allí, en esa encrucijada de nuestro camino. Son encuentros que nos sorprenden, y al principio tal vez sentimos un poco de desconfianza: tratamos de ser prudentes y entender lo que está sucediendo.
Esta probablemente fue también la experiencia de la mujer samaritana, de la que se habla en el capítulo cuarto del Evangelio de Juan (cf. 4,5-26). Ella no esperaba encontrar a un hombre en el pozo al mediodía, sino que esperaba no encontrar a nadie. De hecho, va a buscar agua al pozo a una hora inusual, cuando hace mucho calor. Quizá esta mujer se avergüenza de su vida, quizá se ha sentido juzgada, condenada, incomprendida, y por eso se ha aislado, ha roto las relaciones con todos.
Para ir a Galilea desde Judea, Jesús podría haber elegido otro camino y no atravesar Samaria. Habría sido incluso más seguro, dadas las tensas relaciones entre judíos y samaritanos. En cambio, ¡Él quiere pasar por allí y se detiene en ese pozo justo a esa hora! Jesús nos espera y hace que lo encontremos justo cuando pensamos que ya no hay esperanza para nosotros. El pozo, en el antiguo Oriente Medio, es un lugar de encuentro, donde a veces se conciertan matrimonios, es un lugar de compromiso. Jesús quiere ayudar a esta mujer a comprender dónde buscar la verdadera respuesta a su deseo de ser amada.
El tema del deseo es fundamental para entender este encuentro. Jesús es el primero en expresar su deseo: «¡Dame de beber!» (v. 10). Con tal de entablar un diálogo, Jesús se muestra débil, así hace que la otra persona se sienta cómoda, hace que no se asuste. La sed es a menudo, también en la Biblia, la imagen del deseo. Pero Jesús aquí tiene sed ante todo de la salvación de esa mujer. «El que pedía de beber —dice San Agustín— tenía sed de la fe de esta mujer». [1]
Si Nicodemo había ido a Jesús de noche, aquí Jesús se encuentra con la samaritana al mediodía, el momento en que hay más luz. De hecho, es un momento de revelación. Jesús se da a conocer ante ella como el Mesías y, además, arroja luz sobre su vida. La ayuda a releer de una manera nueva su historia, que es complicada y dolorosa: ha tenido cinco maridos y ahora está con un sexto que no es su marido. El número seis no es casual, sino que suele indicar imperfección. Quizá sea una alusión al séptimo esposo, el que finalmente podrá saciar el deseo de esta mujer de ser amada de verdad. Y ese esposo solo puede ser Jesús.
Cuando se da cuenta de que Jesús conoce su vida, la mujer cambia el tema a la cuestión religiosa que dividía a judíos y samaritanos. Esto nos pasa a veces también a nosotros cuando rezamos: en el momento en que Dios toca nuestra vida con sus problemas, a veces nos perdemos en reflexiones que nos dan la ilusión de una oración bien hecha. En realidad, hemos levantado barreras de protección. Pero el Señor es siempre más grande, y a aquella mujer samaritana, a la que según los esquemas culturales ni siquiera debería haberle dirigido la palabra, le regala la revelación más alta: le habla del Padre, que debe ser adorado en espíritu y en verdad. Y cuando ella, sorprendida una vez más, observa que es mejor esperar al Mesías para estas cosas, Él le dice: «Soy yo, el que habla contigo» (v. 26). Es como una declaración de amor: Aquel a quien esperas soy yo; Aquel que puede responder finalmente a tu deseo de ser amada.
En ese momento, la mujer corre a llamar a la gente del pueblo, porque es precisamente de la experiencia de sentirse amada de donde surge la misión. ¿Y qué anuncio podría haber llevado sino su experiencia de ser comprendida, acogida, perdonada? Es una imagen que debería hacernos reflexionar sobre nuestra búsqueda de nuevas formas de evangelizar.
Como una persona enamorada, la samaritana olvida su ánfora a los pies de Jesús. El peso de esa ánfora sobre su cabeza, cada vez que volvía a casa, le recordaba su condición, su vida atribulada. Pero ahora el ánfora está depositada a los pies de Jesús. El pasado ya no es una carga; ella está reconciliada. Y lo mismo nos pasa a nosotros: para ir a anunciar el Evangelio, primero tenemos que dejar la carga de nuestra historia a los pies del Señor, entregarle la carga de nuestro pasado. Solo las personas reconciliadas pueden llevar el Evangelio.
Queridos hermanos y hermanas, ¡no perdamos la esperanza! Aunque nuestra historia nos parezca pesada, complicada, tal vez incluso destrozada, siempre tenemos la posibilidad de entregarla a Dios y comenzar de nuevo nuestro camino. ¡Dios es misericordia y siempre nos espera!
(vatican.va)
No hay comentarios:
Publicar un comentario