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lunes, 14 de julio de 2025

Evangelio del día - Fiesta de San Francisco Solano


Primera lectura

Lectura del Profeta Isaías 

Isaίas 42, 1-4. 6-7

Esto dice el Señor:
“Miren a mi siervo, a quien sostengo,
a mi elegido, en quien tengo mis complacencias.
En él he puesto mi espíritu
para que haga brillar la justicia sobre las naciones.

No gritará, no clamará, no hará oír su voz por las calles;
no romperá la caña resquebrajada,
ni apagará la mecha que aún humea.
Promoverá con firmeza la justicia,
no titubeará ni se doblegará
hasta haber establecido el derecho sobre la tierra
y hasta que las islas escuchen su enseñanza.

Yo, el Señor,
fiel a mi designio de salvación,
te llamé, te tomé de la mano, te he formado
y te he constituido alianza de un pueblo,
luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la prisión
y de la mazmorra a los que habitan en tinieblas”.


Del santo Evangelio según san Marcos 16, 15-20

En aquel tiempo se apareció Jesús y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.

Meditación sobre la Admonición 18.ª de San Francisco
LA COMPASIÓN DEL PRÓJIMO Y EL SIERVO BUENO DE DIOS
«Dichoso el hombre que soporta a su prójimo conforme a su fragilidad en aquello en que querría ser soportado por él, si se encontrase en un caso semejante. Dichoso el siervo que restituye al Señor Dios todos los bienes, pues el que se reserva alguno para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios y, lo que creía tener, se le quitará»
En esta 18ª Admonición, pues, no se trata de promocionar un cambio en la vida interna de la fraternidad, ni de hacer una aplicación útil para la vida en común de los hermanos, de suerte que pueda vivirse sin mayores disgustos. Lo que a san Francisco le importa, una vez más, es que logremos una auténtica relación con Dios, una actitud justa hacia Él. A Francisco le interesa grandemente que permanezcamos en el amor de Dios, que Dios pueda gozarse en nosotros y tenernos por amigos, que le agrademos: en esto precisamente consiste la felicidad y bienaventuranza del hombre. «Pero ahora, después que hemos abandonado el mundo, nada tenemos que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a Él sólo» (1 R 22,9).
Cuando Francisco, a continuación, nos exhorta al verdadero amor del prójimo, nos pone ante los ojos, de nuevo, la verdad fundamental de la vida cristiana: si amamos a los hombres, a nuestros hermanos y hermanas, entonces y sólo entonces permanecemos ciertamente en el amor de Dios, amando a Dios y siendo amados por Dios, y, por consiguiente, somos hombres dichosos: «Carísimos, si Dios nos ha amado tanto, deber nuestro es amarnos unos a otros» (1 Jn 4,11). ¡Exacto! El apóstol predilecto no dice: «Puesto que Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarle a Él»; sino: «... deber nuestro es amarnos unos a otros». Nuestro amor a Dios es vivo y auténtico sólo cuando se concretiza y desarrolla en el amor al prójimo. Por esto añade el mismo apóstol: «El que diga "yo amo a Dios", mientras odia a su hermano, es un embustero, porque quien no ama a su hermano, a quien está viendo, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y éste es precisamente el mandamiento que recibimos de él: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4,20-21). Exactamente lo mismo quiere expresar Francisco aquí cuando proclama dichoso al hombre que ama a su prójimo. Enfocada de esta manera, la breve Admonición de san Francisco se nos revela como una regla de oro, que nos marca el camino hacia el amor de Dios, que nos traza la ruta para vivir en la paz de Dios, de suerte que Dios pueda complacerse en nosotros. Y es también una regla de oro para la vida dichosa. Como tal debemos entenderla.

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