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domingo, 13 de julio de 2025

Revolución

Un engaño conocido: «Seréis como dioses»

El origen de la Revolución es la misma seducción del demonio en el Paraíso: 'Seréis como Dios'. El resultado es también el mismo: perder la Verdad, el Bien y la Belleza.

El origen de la Revolución es la misma seducción del demonio en el Edén: 'Seréis como dioses'. El resultado es también el mismo: perder la Verdad, el Bien y la Belleza.Expulsión del Paraíso, Escuela Europea del siglo XVII

La paulatina transformación que, desde hace siglos, ha experimentado nuestra sociedad en todos los ámbitos (conocimientos, creencias, arte, leyes, costumbres, valores y hábitos) es obra de la Revolución. Proceso que, a través de pequeñas y grandes rebeliones, subvierte las tradiciones, la cultura y las normas morales que custodian el orden social. Como afirma monseñor Louis-Gaston-Adrien de Segur (1820-1881): “Para comprender la Revolución, es preciso remontarse hasta el padre de toda rebeldía, el primero que se atrevió a decir y tendrá la osadía, de repetir hasta la consumación de los siglos: Non serviam: No obedeceré” (La Revolución).

Satanás, padre de la Revolución, con la caída de Adán, logró introducir en el mundo el espíritu de orgullo y de rebeldía (principio de la revolución) con el cual tienta constantemente al hombre.

Sin embargo, la aparición y consolidación del cristianismo no solo detuvo, sino que revirtió el espíritu de sedición gracias a que, parafraseando a León XIII (Immortale Dei, n. 9) la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados y la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina penetraron en las leyes, en las instituciones y en la moral de todos los pueblos.

Mas el Renacimiento, al colocar al ser humano en el centro del universo, creó un ambiente intelectual propicio para la gran sublevación, la llamada Reforma protestante, la cual rechazó la autoridad de la Iglesia y promovió la autonomía absoluta del hombre.

Un par de siglos más tarde, el proceso revolucionario asestó otro gran golpe cuando el pueblo francés, incitado por los liberales, se levantó contra su rey. La Revolución francesa, enemiga implacable del cristianismo, "antigua y fanática superstición", no solo eliminó el trono y la legítima autoridad política, sino que, promovió todo tipo de desenfreno y, en nombre de la razón, difundió el desprecio, cuando no el odio, a la verdad revelada. Así, el terror y la decadencia de costumbres promovidos por la revolución francesa fueron precursores de otra rebelión aún más violenta, nociva y perversa, la Revolución rusa.

El paraíso colectivo prometido por el comunismo fue en realidad un infierno de donde difícilmente se podía escapar por lo que, el proceso revolucionario cambió la hoz y el martillo por el símbolo del amor y la paz. Así, en mayo del 68, la revolución cultural, al ritmo del rock and roll, logró transformar el orden político, social y moral vigente, a través de la llamada liberación sexual, la cual:

  • incitó las más bajas pasiones (“Mis deseos son la realidad”);
  • eliminó todo límite moral (“Prohibido prohibir”);
  • y rechazó la razón (“Sed realistas, exigid lo imposible”).

Debido a que cada proceso revolucionario consolida los errores que ya han sido aceptados, ampliamente, por la sociedad, al tiempo que promueve varios otros, las ideas de la revolución del “haz el amor y no la guerra” fueron aún más perniciosas y devastadoras que las de las revoluciones anteriores. Así, dicho movimiento hirió gravemente a la célula de la sociedad, la familia, considerada la “institución social represiva por excelencia”, con la paulatina normalización del divorcio, la anticoncepción, el aborto y la homosexualidad. Todo lo cual allanó el camino para la difusión de la llamada diversidad sexual, promovida por la ideología de género.

El espíritu de orgullo y sensualidad que inspira el proceso revolucionario ha originado una cadena de sistemas ideológicos que, bajo atractivas promesas (libertad, autonomía, progreso, derechos, tolerancia, desarrollo, prosperidad, etc.), ha alcanzado, en mayor o menor grado, a todas las naciones, ha seducido a las multitudes y ha penetrado todos los ámbitos sociales. Pues, como señaló monseñor Jean-Joseph Gaume (1802-1879): “Si arrancando la máscara de la revolución le preguntas: ‘¿Quién eres tú?’, ella te dirá: 'Yo no soy lo que tú crees. No soy la masonería, ni la revuelta, ni el cambio de la monarquía en república, ni la sustitución de una dinastía por otra, ni la perturbación temporal del orden público. No soy los aullidos de los jacobinos, ni las furias de la ley montañesa, ni las batallas de las barricadas, ni el loteo, ni el incendio provocado, ni la ley agraria, ni la guillotina, ni los despojos. No soy Marat ni Robespierre, ni Babeuf, ni Mazzini, ni Kossuth. Estos hombres son mis hijos, pero no son yo. Estas cosas son mis obras, pero no son yo. Estos hombres y estas cosas son objetos pasajeros, pero yo (la revolución) soy un estado permanente'...”

Así, rebelión tras rebelión, la revolución seduce al hombre prometiéndole el cielo en la tierra. Mas, como señala monseñor De Segur: “Si se le escucha, no parece, sino que procura la felicidad de los pueblos, la destrucción de los abusos, la abolición de la miseria; promete a todos el bienestar, la prosperidad, y no sé qué edad de oro, desconocida hasta hoy. No creáis en sus palabras. Su padre, la antigua serpiente del paraíso terrenal, ya decía lo mismo a la pobre Eva: 'No temas; escúchame, y seréis como dioses'. Ya sabéis en qué especies de dioses nos hemos transformado…”

Pues el proceso revolucionario ha hecho creer al hombre que es un ser completamente autónomo, por lo que no tiene que rendir cuentas de nada y a nadie. De esta manera, el hombre no solo se ha separado de Dios, sino que ha usurpado su lugar. Consecuentemente, en nombre de la soberanía del pueblo, se promueven todo tipo de conductas inmorales y leyes criminales que degradan cada vez más a la sociedad esclavizándola al férreo e implacable yugo de las pasiones y los deseos; los cuales, lejos de otorgar la tan ansiada felicidad, sumen al hombre en la angustia y la desesperanza.

El cardenal Louis-Édouard Pie (1815-1880) advierte que: “El mal no alcanzaría las proporciones que adquiere, si frente a la minoría activa que lo propaga, no estuviera la gran mayoría pasiva que lo observa”. 

Por ello, es preciso que combatamos:

  • la incredulidad, con la fe
  • la rebeldía, con la obediencia debida a Cristo y a su Iglesia;
  • el error que se difunde abiertamente, con la verdad perenne
  • y el mal que parece imperar en el mundo, con la caridad

Pues las tinieblas revolucionarias solo pueden ser disipadas y vencidas con la luz de Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre.

Angélica Barragán, ReL



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