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jueves, 17 de julio de 2025

Olivera, misionero en Mongolia: «Es como si el comunismo les hubiera quitado el amor por el otro»

Javier Olivera llegó a Japón a los 19 años como seminarista del Camino Neocatecumenal.

Javier Olivera es un sacerdote nacido en Salamanca pero incardinado en la diócesis de Osaka-Takamatsu. Miembro del Camino Neocatecumenal, sintió estando en Japón una "segunda" vocación misionera y partió rumbo a Mongolia, la Iglesia local más joven del mundo. 

Olivera recuerda una anécdota que contó su propia madre cuando le ordenaron sacerdote en Japón. Su madre solía decir: "Cuando recéis, tenéis que tener cuidado con lo que pedís. Cuando Javier nació estaba muy enfermo y yo recé con fe al Señor y le pedí que si mi hijo sobrevivía, lo ofrecería para que fuera misionero en Asia".

La oración de su madre

Después, cuando Javier entró al Camino Neocatecumental y sintió la vocación al sacerdocio, en una convivencia, había una cesta donde estaban los nombres de los seminarios de muchos países y, en otra, los nombres de los seminaristas, entre ellos el suyo.

Al azar salió Takamatsu y luego salió su nombre. "Me dijeron ¿'aceptas ir a Japón'? Y yo acepté, pero detrás creo que estaba esta oración de mi madre de que fuera misionero en Asia". Hasta su ordenación, su madre nunca le había dicho nada.

Llegó a Japón con 19 años y para él todo era nuevo. Era una lengua nueva, una cultura nueva, todo era novedoso. Dividieron a los seminaristas de dos en dos, para que vivieran con familias durante el primer año y medio. A él le tocó con una familia en Imabari, una pequeña ciudad del sur del Japón.

"Yo veía que Dios me puso allí y lo llevé todo con naturalidad… el Señor me ayudó a entrar, a no tener problema". Además, "era un seminario que empezaba todo de cero". Así que todo era nuevo tanto "para los hermanos, como para las parroquias que nos acogían". 

El padre Javier reconoce que no es bueno para los idiomas y le costó el estudio del japonés. En una parroquia algunos cristianos le daban clases de japonés y la familia con la que vivía ayudó también mucho. Al año y medio más o menos ya se defendía en la lengua.

Cuando llegó estaba en una parroquia muy pequeñita en Imabari: "me sorprendió que los católicos, que a lo mejor éramos 40 o 50, contando algún extranjero, en ese momento los japoneses, por ejemplo, todos comulgaban". 

Le sorprendió "porque aquí muchas veces en misa, hay muchos católicos que no comulgan. Sin embargo allí, en ese sentido, son más, no sé si fervorosos o fervientes, pero el ambiente de oración como que se ve un poquito más arraigado. Es decir, entras en la iglesia y hay silencio". 

Silencioso, todo muy ordenado, "pero también duro en el sentido de que fuera del domingo las parroquias estaban muertas, o sea la mayor parte de las parroquias, quitando el sábado quizás, y el domingo, no hay nada más, porque no es como aquí que tienes iglesias muy cerquita de casa".

Ahora lleva 19 años fuera de Japón, y cuando vuelve, visitas breves pero frecuentes, ve que han disminuido mucho los fieles japoneses, pero han aumentado mucho los extranjeros, venidos de Hispanoamérica, de Filipinas, de Vietnam. Ahora hay parroquias muy vivas gracias a estos extranjeros.

Desde hacía tiempo el padre Javier cuenta que sentía en el corazón que tenía que ir a Mongolia. Así que cuando se abrió la oportunidad de abrir una misión del Camino Neocatecumenal no lo dudó. Empezaron cuatro y luego vinieron familias en Misión y allí siguen. Cuenta que la Iglesia está empezando. 

Una historia que comenzó con la caída del comunismo y la llegada de los misioneros. Es una misión ad gentes, en la que poco a poco se va extendiendo el mensaje de Jesús, con una labor paciente que lleva muchos años. 

"No pierdo la esperanza, porque yo pienso que yo no tengo ni siquiera que ver el fruto". Reconoce que "estamos sembrando, pico y pala; habrá quien se ría… otros se burlarán, otros dirán, bueno, sobre esto te escucharemos otro día y habrá quien crea. Tengo esperanza en que lo que se siembra tarde o temprano producirá fruto, aunque yo no lo vea".

El padre Javier valora la caridad de la Iglesia hacia los pobres. En Mongolia "hay mucha gente abandonada, abandonada completamente. Se abandona a los niños, se abandona a los abuelitos, muchos borrachos tirados en la calle y no hay nada ni nadie que les ayude". 

"Parece como que el comunismo de tantos años les ha cortado la caridad, les ha quitado el amor a las personas. Nadie hace nada gratis por otro, nadie. La presencia de la Iglesia hace ver a la gente que se puede hacer algo por otro sin esperar dinero, sin un sueldo. Yo hago esto por amor al otro". 

Aquella visita del Papa "nos ha dado más visibilidad porque, ya digo, en Mongolia no hay caridad, no hay amor, no se enseña eso a los chavales. No, las familias tampoco. Y, sin embargo, en estas instituciones de la Iglesia sí. Y ellos lo ven, ven el amor con el que se les trata, la relación entre los profesores, entre las monjas, entre los que están allí trabajando. Ven una relación distinta que en casa no la ven y en la calle tampoco".

En cuanto a su vocación, el padre Javier Olivera se siente contento, porque "el Señor me ha hecho ir a sitios a los que yo por aventura no iría, porque no me arriesgaría". Hay que "dejar que sea el Espíritu el que nos lleve, dejar que sea Él el que trabaje en nosotros". A los jóvenes que sientan la vocación les refiere su experiencia, que "si Dios te llama, jamás te va a abandonar".

ReL

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