Creer que Dios escucha la oración que se le dirige y que responde a ella, es convicción esencial para poder orar. El pueblo de Israel desde antiguo por la experiencia que tiene del poder salvador de Yahveh, en la oración no se cohíbe de pedir a Dios cosas portentosas, ya que el orante sabe que Dios hace “maravillas”. «Yahveh es el Dios de Israel, un Dios que domina sobre la naturaleza y la historia. No hay nada que se le salga de la mano por difícil, o que esté fuera de su voluntad de socorrer su nación».
Esparcidos por todo el Antiguo Testamento, hay textos en los que es el mismo Dios el que anima al pueblo que lo invoque: «me invocará y lo escucharé» (Sal 90, 15); «Llámame y te responderé» (Jr 33, 3). En medio de las grandes desgracias es Dios mismo quien da aliento y esperanza de un futuro mejor, pero para que sea realidad insta a que el pueblo suplique su ayuda: «Me invocaréis y vendréis a rogarme, y yo os escucharé. Me buscaréis y me encontraréis, cuando me solicitéis de todo corazón; me dejaré encontrar de vosotros» (Jr 29, 12-14).
Cuando las calamidades nacionales se suceden, a pesar de implorar la ayuda de Dios, es cuando se plantea conscientemente el problema de si Dios escucha la oración. Será entonces cuando se definan las condiciones de la oración para que esta tenga eficacia.
Sobre ello escribirá Ángel González: «La cuestión de si Dios escucha la oración tiene siempre, en principio, un sí como respuesta. El no eventual obedece de parte del orante o de la misma oración. La oración de por sí es eficaz, penetra las nubes o alcanza hasta Dios (Eclo 35,17). Cuando se hace conforme a su agrado, Dios escucha y responde a ella».
En cambio Dios se oculta tras las nubes (Lm 3,44), cuando la oración que se le dirige se opone a sus designios, y ante todo cuando el pueblo de Israel le ha ofendido con graves pecados. Dirá en nombre de Dios el profeta Isaías: «Mira, la mano del Señor no es tan corta que no pueda salvar ni es tan duro de oído que no pueda oír; son vuestras culpas las que crean separación entre vosotros y vuestro Dios; son vuestros pecados los que tapan su rostro, para que no os oiga» (Is 59, 1-2). El pueblo de Israel, para quedar liberado de los pecados cometidos, una vez al año celebraba el gran día de la Expiación, en que el sumo sacerdote entraba en el lugar santísimo del Templo de Jerusalén. Allí, en nombre de todo el pueblo, confesaba las culpas y las infidelidades y los pecados cometidos por los israelitas, y estos ofrecían en sacrificio animales para restablecer la comunión con Dios. Así el pueblo quedaba purificado de sus pecados (Lv 16).
Jesús de forma categórica reafirma el valor de la oración de petición y de intercesión: «Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamada y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe; el que busca halla; y al que llama, se le abrirá» (Lc 11, 9-13). «Todo cuanto en la oración pidáis con fe, lo conseguiréis» (Mt 21,22). «Si permanecéis en mí y si mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queríais; que se os dará» (Jn 15,7). Jesús lo puede prometer, porque para Dios Padre fuente de todos los dones, nada hay imposible para Él (Lc 1,37).
A luz de la Sagrada Escritura podemos afirmar, que Dios no necesita de nuestra oración porque conoce nuestras necesidades, aún antes de que se lo pidamos (cf. Lc 6, 8), pero quiere que sus criaturas oren, ya que desea que los hombres le reconozcan como dador de todos los dones y establezcan con El una relación filial.
Es tal la voluntad de Dios que el hombre le pida aquello que necesita, que dirá Santo Tomás de Aquino, «las gracias que el Señor desde toda la eternidad ha determinado conceder a los hombres, nos las ha de dar únicamente por medio de la oración». Esta misma convicción está presente también en el beato Francisco Palau: «Dios en su providencia tiene dispuesto no remediar nuestros males ni otorgarnos sus gracias sino mediante la oración, y que por la oración de unos sean salvos otros».
Esta voluntad divina de que le supliquemos en nuestras necesidades es lo que Cristo ha intentado transmitirnos en toda su radicalidad tanto con su ejemplo como por sus palabras. No sólo nos enseña que debemos orar al Padre, sino también las actitudes interiores que debemos tener para que nuestra oración sea escuchada. La oración debe hacerse: con humildad sin pretensiones ante Dios (Lc 18,9-14), confiada en la bondad del Padre (Mt 6,8); insistente hasta la inoportunidad (Lc 11,5-8; 18,1-8); implica a su vez el perdón (Mc 11,25) y la reconciliación con el hermano (Mt 5,23-24); amándose unos a otros como Él nos ha amado (Jn 15,12). La oración será escuchada: si se hace con fe (Mt 21,21-22), sin vacilar, con la certeza que Dios escucha la oración de sus hijos (Mc 11,24; Mt 21,22); en comunión fraterna (Mt 18,19-20). En nombre de Jesús (Jn 14,13-14; 15,7.16). Debe pedir cosas buenas (Mt 7,11), el don por excelencia que es el Espíritu Santo (Lc 11,13) y el advenimiento del Reino (Lc 11,2).
Si la oración que se dirige a Dios reúne estos requisitos, pero no son concedidas las peticiones, entre otras causas puede deberse a que las situaciones por las que se pide son fruto de graves pecados personales y colectivos, estos son como un muro entre Dios y el pueblo suplicante. Por ello primero se debe reconocer ante Dios con humildad los pecados personales y colectivos, y ofrecer la sangre preciosa de Cristo que tiene más valor ante Dios que todos los pecados colectivos que hayamos podido cometer los hombres. Cuando con viva fe se ofrece el valor infinito de la Eucaristía es cuando las oraciones llegan a Dios, son escuchadas y la realidad se transforma según el querer de Dios por la fuerza poderosa del Espíritu Santo.
Ángel González, La oración en la Biblia, Madrid: Ed. Cristiandad 1968, 126.
Ibid., 127.
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