La práctica de la humildad (III)
XXVI
Nunca anheles ser amado de manera singular. Puesto que el amor depende de la voluntad, y la voluntad está inclinada hacia el bien por naturaleza, ser amado, y ser amado como bueno, es una misma cosa; ahora bien, el afán de ser estimado por encima de los demás es inconciliable con una sincera humildad. ¡Qué gran fruto obtendrás si obras así! Tu alma, no mendigando ya el amor de las criaturas, se refugiará en las sagradas llagas del Salvador; allí, en el Corazón adorable de Jesús, experimentarás las indecibles dulzuras divinas, y habiendo renunciado generosamente por Él al amor de los hombres, podrás gustar en abundancia la miel de los consuelos divinos, que le serían negados si hubiese sido presa del dulzor falso y mentiroso de los consuelos terrenos; porque los consuelos divinos son tan puros y sinceros, que no pueden ser mezclados con los consuelos de aquí abajo, y somos inundados por aquéllos en la medida en que nos vaciamos de éstos. Por otra parte, tu alma podrá volverse libremente hacia Dios y reposar en Él con el pensamiento de su presencia y de sus perfecciones infinitas. Por último, no habiendo cosa más dulce que amar y ser amado, si te privas de este placer por amor de Dios, y Dios se posesiona de tu corazón, no dividido por el amor de otra criatura, ofrecerás un sacrificio muy acepto a Dios, y no temas que obrando así se vaya a enfriar tu amor al prójimo pues no le amarás por interés, por seguir tu inclinación, sino tan sólo por dar gusto a Dios, haciendo lo que sabes le agrada.
XXVII
Haz todas las cosas, por pequeñas que sean, con mucha atención y con el máximo esmero y diligencia; porque el hacer las cosas con ligereza y precipitación es señal de presunción; el verdadero humilde está siempre en guardia para no fallar aun en las cosas más insignificantes. Por la misma razón, practica siempre los ejercicios de piedad más corrientes y huye de las cosas extraordinarias que te sugiere tu naturaleza; porque así como el orgulloso quiere singularizarse siempre, así el humilde se complace en las cosas corrientes y ordinarias.
XXVIII
Convéncete de que no eres buen consejero de ti mismo, y por eso, teme y desconfía de tus opiniones, que tienen una raíz mala y corrompida. Con esta persuasión, aconséjate, en lo posible, de hombres sabios y de buena conciencia, y prefiere ser gobernado por uno que sea mejor que tú a seguir tu propio parecer.
XXIX
Por alto que sea el grado de gracia y de virtud a que hayas llegado, por grande que sea el don de oración que Dios te haya concedido, aunque hayas vivido durante mil años en la inocencia y en el fervor de la devoción, debes caminar siempre con temor y desconfiar de ti mismo, especialmente en materia de castidad: no olvides que llevas dentro de ti un horno inextinguible y una fuente inagotable de pecados, y piensa que eres todo debilidad, inconstancia, infidelidad. Está siempre en guardia sobre ti mismo; cierra los ojos para no ver ni sentir lo que podría manchar tu alma; huye siempre de las ocasiones peligrosas; evita todas las conversaciones inútiles con personas del otro sexo, y en las necesarias mantente en la más escrupulosa modestia y contención; finalmente, puesto que sin la gracia de Dios no puedes hacer nada bueno, pídele continuamente que tenga misericordia de ti y que no te deje solo en ningún momento.
XXX
¿Has recibido de Dios grandes talentos? ¿O eres, por ventura, un grande del mundo? Esfuérzate en conocerte tal y como eres y procura convencerte de tu debilidad, de tu incapacidad y de tu nada; debes hacerte más pequeño que un niño; no andes tras las alabanzas de los hombres, ni ambiciones los honores; antes bien rechaza aquéllas y éstos.
XXXI
Si te hacen alguna injuria o te ocasionan algún grave disgusto, en vez de indignarte con quien te ha ofendido, alza los ojos al cielo y mira al Señor, que con su infinita y amable providencia lo ha dispuesto así para hacerte expiar tus pecados, o para destruir en ti el espíritu de soberbia, obligándote a hacer actos de paciencia y de humildad.
XXXII
Cuando se te presente la ocasión de prestar algún servicio bajo y abyecto al prójimo, hazlo con alegría y con la humildad con que lo harías si fueras el siervo de todos. De esta práctica sacarás tesoros inmensos de virtud y de gracia.
XXXIII
No te preocupes por aquellas cosas que no están a tu cuidado y de las que no tienes que rendir cuenta ni a Dios ni a los hombres; porque el ocuparse en ellas es signo de secreta soberbia y de vana presunción de sí mismo, alimenta y hace crecer la vanidad y es causa de mil preocupaciones, inquietudes y distracciones. Por el contrario, si atiendes sólo a ti mismo y a tu deber, hallarás un manantial de paz y de tranquilidad, según las palabras de la Imitación de Cristo: No te entrometas en lo que no te han encomendado; así podrá ser que pocas veces o muy de tarde en tarde te turbes.
XXXIV
Si haces alguna mortificación extraordinaria, procura preservarte del veneno de la vanagloria, que destruye a menudo todo su mérito; hazla tan sólo porque desdeciría de un pecador que viviera según su propio capricho, y también por tantas deudas como tienes que saldar ante la justicia divina. Piensa que los actos de penitencia te son tan necesarios para detener la violencia de las pasiones y mantenerte dentro de los límites del deber, como la brida y el freno para domar un impetuoso caballo.
XXXV
Cuando sientas el aguijón de la impaciencia y seas presa de la tristeza en tus tribulaciones y humillaciones, resiste fuertemente esa tentación, acordándote de tantos pecados, por los que has merecido castigos mucho más duros de los que estás sufriendo. Adora la justicia infinita de Dios y recibe respetuosamente sus golpes, que son para ti fuentes de misericordia y de gracia. Si pudieses comprender cuan saludable es ser herido en esta miserable vida por la mano de un Padre tan dulce como es Dios, te abandonarías por completo en sus manos. Repite a menudo con San Agustín: Quema y arranca de mí en esta vida todo lo que quieras, no perdones nada ni me ahorres ningún sufrimiento, como tal que me perdones y me los ahorres todos en la eternidad. Rehusar las tribulaciones es rebelarse contra la saludable justicia de nuestro Dios, es rechazar el cáliz que misericordiosamente nos brinda, y en el que el mismo Jesucristo, aunque inocente, ha querido beber el primero.
XXXVI
Si cometes alguna falta que es motivo para que te desprecie quien la presenció, siente un vivo dolor de haber ofendido a Dios y de haber dado un mal ejemplo al prójimo, y acepta la deshonra como un medio que Dios te envía para hacerte expiar tu pecado y para hacerte más humilde y virtuoso. Si, por el contrario, el verte deshonrado te atormenta y te contrista, es que no eres verdaderamente humilde y que estás todavía envenenado por la soberbia. Pide entonces al Señor con mucha insistencia que te cure y te libre de ese veneno, porque si Dios no se apiada de ti caerás en otros abismos.
XXXVII
Si entre los que te rodean hay alguno que te parece despreciable, obrarás sabia y prudentemente si en vez de publicar y censurar sus defectos te fijas en las buenas cualidades naturales y sobrenaturales de que Dios le ha dotado, y que le hacen digno de respeto y honor. Al menos, ve siempre en él a una criatura de Dios, formada a su imagen y semejanza, rescatada con la sangre preciosa de Jesucristo, un cristiano marcado con la luz del rostro de Dios, un alma capaz de verle y poseerle por toda la eternidad, y quizá un predestinado por el consejo secreto de su adorable providencia. ¿Sabes tú, acaso, las gracias que el Señor ha derramado sobre él, o las que va a derramar? Pero sin entrar en más averiguaciones, quizá lo mejor sería rechazar inmediatamente todos esos pensamientos de desprecio como venenosas inspiraciones del tentador.
XXXVIII
Cuando te alaben, en vez de llenarte de vanagloria, piensa si aquellas alabanzas no serán la recompensa de lo poco bueno que has hecho. Evoca interiormente tu miseria merecedora del desprecio de los demás, y procura cortar la conversación, no para cosechar más alabanzas, como los soberbios que fingen ser humildes, sino con tal tacto y discreción, que no se vuelvan a acordar de ti. Y si no lo consigues, refiere a Dios todo el honor y toda la gloria, diciendo con Baruch y Daniel: A ti, Señor, toda honra y gloria y a nosotros, la vergüenza y el oprobio.
XXXIX
En la misma proporción en que deben causarte disgusto las alabanzas a ti dispensadas, debes experimentar alegría por los elogios y honores a los demás y, por tu parte, debes contribuir a honrarles en la medida en que la franqueza y la verdad te lo permitan. Los envidiosos no saben soportar las glorias del prójimo, porque estiman que van en disminución de las propias; precisamente por esto deslizan hábilmente en las conversaciones ciertas palabras ambiguas o frases de doble sentido, dirigidas a menguar o a hacer dudosos los méritos que, con resentimiento por su parte, adornan a los demás. Tú no debes obrar así porque alabando a tu prójimo, alabas simultáneamente al Señor y le agradeces los dones que distribuye y los beneficios que se pueden obtener para Su servicio.
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