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domingo, 7 de abril de 2019

¿Conoces tu lugar en la Iglesia?

No se puede creer en solitario...



“Le dice por tercera vez: «Simón de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: «¿Me quieres?» y le dijo: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Le dice Jesús: «Apacienta mis ovejas»” (Jn 21, 16-17).
Apóstol es aquel a quien como a Pedro, Jesús le dice: “te entrego las llaves del reino de los cielos” (Jn 16, 19), confío a ti mis ovejas diciéndote tres veces: “Apacienta mi rebaño” (Jn 21, 15-17). Y también es aquel, que como Pedro, cayó y negó a Jesús; pero en el momento decisivo tuvo la gracia de contemplar su mirada, de ser tocado en su corazón y de encontrar el perdón y la renovación en su misión.
Este hombre lleno de pasión, lleno de deseo de Dios fue el responsable de la Iglesia, encargado por Cristo y portador de su amor.
Hoy en nuestros días, la Iglesia vive en un prolongado apacienta mis ovejas. Jesús todos los días nos pregunta: “¿me quieres?” y nos invita a prolongar, como a Pedro, ese amor a los demás en el anuncio sincero de su palabra. Nos encarga ser Iglesia permaneciendo bajo su mirada.
Hacemos Iglesia en la medida en que fortalecemos esa relación con Jesús y vamos entendiendo dónde nos quiere, en qué lugar crecemos en esa relación con Él.
Entender mi lugar en la Iglesia es saber quién soy para Jesús y quién es Él para mí. Esto significa preguntarme: ¿cómo estoy llamado a vivir ese “te quiero señor” y su respuesta “apacienta mis ovejas”?
El papa Benedicto habla de forma hermosa sobre lo que significa pertenecer a la Iglesia:
“Los hombres vivimos atrapados en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte; en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera. Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo, hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida.
(…) Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo”.
¿Es tan Dios, un Dios que parece necesitar al hombre? ¿Será tan pleno y trascendente este Dios que nos busca?
Sin duda esto es algo insospechado y novedoso para nosotros: que alguien nos busque no porque nos necesite por pobreza, sino por una decisión amorosa de querer compartir su plenitud.
En la Biblia hay una constante: la misión siempre va precedida por una fuerte experiencia de Dios que, simultáneamente, se convierte en una fuerte experiencia de renovación del hombre. Basta mirar el ejemplo de Abraham, de Moisés, de Elías, de Pablo, etc.
Nadie puede ser testigo de alguien al que no vio, ser testigo de un acontecimiento que no le pasó. Los testigos necesitan experiencia, por eso, para poder dar testimonio de Dios, va a ser imprescindible ser hombre y mujer de experiencia espiritual, de experiencia de Dios, de experiencia de la vida. La fuerte experiencia de Dios termina dando una fuerte experiencia de lo humano.
Pero también sabemos que encontrarnos dentro de la Iglesia no es nada fácil. Sabemos que a veces pertenecer a ella nos da vergüenza más que orgullo.
En nuestro mundo muchos piensan que ya no es la esposa de Cristo sino que actualmente es todo lo contrario a lo que Él quiso.
Para esto les contaré una anécdota que leí hace poco: Alguna vez un hombre le dijo a san Vicente de Paúl: “La Iglesia era un gran río que llevaba sus aguas transparentes, pero en el presente lo que nos parece ser la Iglesia ya no es más que cieno. La Iglesia era su Esposa, pero actualmente es una adúltera y una prostituta. Por eso la ha repudiado y quiero que la sustituya otra que le sea fiel”. Pero san Vicente de Paúl, le dijo que, en lugar de soñar pasadas y futuras utopías se dedicaría a construir su propia santidad, y con ella, la de la Iglesia: “un río de cieno hay que purificarlo, no limitarse a condenarlo”.
Respuestas como esta nos llenan de esperanza y nos hacen parar firmes sobre una certeza: Cristo no ha repudiado a su esposa, más bien se ha esposado con ella dándole la vida.
Entonces, ¿yo soy de los que quiero contribuir a construir la santidad de la Iglesia o de los que quieren permanecer pasivos?
A mí me gustan las palabras del sacerdote escritor, José Luis Martín Descalzo:
“Ya sé que la historia de la Iglesia no ha sido un idilio. Pero, a fin de cuentas, a la hora de medir a la Iglesia a mí me pesan mucho más los sacramentos que las cruzadas, los santos que los Estados Pontificios, la Gracia que la Inquisición… ¿Estoy diciendo con esto que amo a la Iglesia invisible y no a la visible? No, desde luego, pero la veo toda completa”.
Si yo estoy en la Iglesia es por las mismas razones por las que soy cristiano, pues no se puede creer en solitario. La fe solo es posible en comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza que une. Esta fe o es eclesial o no es fe.
Además, así como no se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe por iniciativa propia o por invención.
Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo.

Luisa Restrepo, Aleteia 













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