Si no se aprende a frenar la tendencia a compararse, se puede convertir en una fuente de mucho malestar emocional
Nuestro cerebro está preparado para la supervivencia. Una vez superado este nivel, nuestra mente se enfoca en optimizar las experiencias: busca lo mejor, entendido como aquello que continúa garantizando la supervivencia.
Si algo es mejor que lo mío, la mente, en modo sano, me pondrá en marcha para conseguirlo. Mi cerebro entiende que esto me garantiza una supervivencia optimizada. Por ejemplo, si veo que alguien está haciendo el mismo trabajo que yo, pero de manera más eficaz, querré saber cómo lo hace para así mejorar y rendir más en menos tiempo. Mi cerebro ha entendido que este ahorro de tiempo me proporcionará una vida mejor.
Desde pequeños, hemos ido aprendiendo a vivir mediante la comparación, entendida como imitación de lo que me hace bien y evitación de lo me daña. A través de la observación de los demás y de sus reacciones, hemos ido elaborando nuestros patrones de comportamiento, la imagen de nosotros mismos y nuestra propia percepción de la realidad. Esta actitud nos ayuda a mejorar, aprender y conocernos, especialmente en nuestros primeros años de vida.
Sin embargo, esta inercia puede resultar perjudicial para nuestro desarrollo personal si no se regula con el paso de los años. En ese caso, la comparación se puede convertir en una búsqueda incesante de aquello de lo que se carece, y puede hacernos caer en el automachaque por no tener lo que el otro posee. De esta forma, terminamos saboteando nuestras relaciones, autodespreciándonos con ansiedad y obsesionándonos por conseguir lo deseado.
Todavía estás a tiempo de parar el bucle
Imagínate un vivero, lleno de plantas y árboles de todo tipo (rosales, naranjos, cactus, bonsáis…). ¿Crees que todos dan los mismos frutos o tienen la misma función? Unos dan frutos comestibles, otros tienen flores preciosas. Unos poseen un tronco robusto que soporta grandes variaciones climáticas, otros decoran interiores. Unos requieren cuidados diarios y una cantidad específica de agua, otros son cuidados directamente por la naturaleza…
¿Te imaginas que un cactus se quejara porque la rosa recibe más agua? ¿Te imaginas a un manzano comparándose con una higuera porque sus frutos son más sabrosos? Sería ridículo, ¿verdad? Cada una de estas especies está creada para una función concreta.
Cuánto más nosotros, seres ÚNICOS e irrepetibles. No hay dos huellas dactilares iguales. Cada uno tiene esencia propia y virtudes concretas que nos hacen ser quienes somos.
Con la madurez, los procesos de comparación se regulan porque las personas interiorizan y asimilan que la existencia de las diferencias entre nosotros enriquece el mundo. La colaboración y la cooperación entre personas es posible gracias a estas diferencias que nos hacen compartir puntos de vista únicos y genuinos.
Si el niño desarrolla una sana confianza en sí mismo, desarrollará su propia personalidad, y se atreverá a caminar con su propia visión de la realidad, sin despreciar los puntos de vista de los demás.
¿Cómo dejo de compararme?
- No te culpes si te comparas: quizás te han hecho daño precisamente ahí. El sentimiento no depende de ti, pero sí el recrearte y despreciarte. Esto te hace daño y no te ayuda a crecer y mejorar.Recuérdate a ti mismo: “No me falta ni me sobra nada. Ya tengo todo lo que necesito para crecer”.
- No reprimas, esfuérzate: No niegues lo que sientes, busca en qué te comparas, porqué te sientes amenazado. Verbalízalo. Y comprende la verdadera necesidad que escondes.
- Busca tu esencia: No necesitas ser igual que nadie. Piensa en las cosas que solo tú puedes aportar al mundo. Pregúntate: “¿qué me hace único?”.
No necesitamos clones. Por eso, deja de compararte y atrévete a ser tú mismo.
Nota adicional de nuestro blog: Dios te ama así como eres...
María del Castillo, Aleteia
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