El mundo es complicado y a menudo no comprendo las cosas terribles que ocurren. Escribir libros y compartir mis vivencias con Dios en estos blogs no me hace mejor que nadie ni más sabio ni más santo. Tengo problemas como todos, dificultades serias que muchas veces no logro solucionar. Me sé pecador, indigno de tanto amor por parte de Dios.
Sé que Él ve mis intenciones de buscarlo, agradarle en mis actos, y valora mi insignificante y pobre amor.
Dios, como buen Padre, siempre ve lo mejor de nosotros y pasa defendiéndonos, esperando que miremos al cielo y salgamos en su búsqueda.
Es justo, pero también Misericordioso, tierno y bueno. Un padre amoroso.
Siembra en nosotros el deseo de buscarlo y encontrarlo.
Su amor ha sido más fuerte que mis deseos mundanos. Muchas veces, a punto de caer en una terrible tentación pienso en Él. Mi alma se conmueve por tanto amor y me digo: “Por tu amor, no haré esto que te ofende”.
Es cierto, anhelo ser santo. Creo que ya te lo he contado. Pero no es nada fácil. Y no sé si lo lograré algún día.
Es un deseo que ha germinado en mi alma desde que era un niño en mi ciudad natal, Colón, cuando cruzaba la calle frente a mi casa para visitar a Jesús en la capilla de enfrente. Sabía que estaba solo y me llamaba: “ven a verme”. Todavía me llama y suelo correr a verlo.
Jesús en el sagrario es mi mejor amigo. Me encanta pasar ratos de calidad con Él, Hijo de Dios, Todopoderoso y Eterno.
Dios quiere que TODOS, tú y yo, seamos santos para Él. Y da los medios.
Debes cuidar tu alma, como cuidas tu cuerpo. Y tal vez más. Debes tener conciencia del pecado que ofende a un Dios tan bueno y nos hace daño.
Renuncia a todo lo que le ofende. Dios te espera, ilusionado por tu amor.
Hablamos de un tema muy delicado, de tu salvación y lo fácil que podemos perderla. Una vez leí una frase que lo dice todo: “Qué tristeza, perder una brillante eternidad por un poco de tierra”.
Camina con la mirada en el cielo. Déjate seducir por el amor eterno de Dios, como el buen Jeremías cuando dijo estas palabras que conmueven el alma:
“Me has seducido, Yahvé, y me dejé seducir por ti. Me tomaste a la fuerza y saliste ganando. Todo el día soy el blanco de sus burlas, toda la gente se ríe de mí. Pues me pongo a hablar, y son amenazas, no les anuncio más que violencias y saqueos. La palabra de Yahvé me acarrea cada día humillaciones e insultos. Por eso decidí no recordar más a Yahvé, ni hablar más en su nombre, pero sentía en mí algo así como un fuego ardiente aprisionado en mis huesos, y aunque yo trataba de apagarlo, no podía.” (Jeremías 20, 7-9)
Claudio de Castro, Aleteia
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