Incluso el día más oscuro tiene sus flecos de oro. Sólo hay que aprender a prestar atención
La vida es dura a veces. Incluso puede ser tan duro que es casi insoportable. En todo el mundo, hombres y mujeres se levantan por la mañana sin saber de dónde sacar el valor para afrontar el día que tienen por delante, ya sea porque sufren una depresión, o porque tienen que hacer frente a una fuerte discapacidad, a una enfermedad grave, a dificultades materiales abrumadoras, a conflictos familiares (por no hablar de los países donde miles de personas sufren la guerra, el hambre o la persecución).
E incluso cuando uno no está cargado de sufrimiento, todos tenemos que soportar nuestra parte de preocupaciones, decepciones y penas. Nadie puede escaparse de ella.
La infelicidad llama la atención más fácilmente que la felicidad. Las catástrofes aparecen en los titulares, mientras que miles de bellas historias pasan desapercibidas. Cuanto más triste es la noticia, más rápido se difunde, con todo lujo de detalles.
Hay muchos ejemplos de ello, empezando por los divorcios, que son un tema de conversación mucho más llamativo que los matrimonios felices. A veces proviene de un malsano voyeurismo que parece complacerse en la desgracia ajena, pero también de un justo deseo de simpatizar con el sufrimiento de los demás, de no dejar que se quede en su propia y enfermiza burbuja.
En cualquier caso, corremos el riesgo de ver sólo las sombras de la vida, en detrimento de la luz. Sin embargo, incluso el día más oscuro tiene su flecos de oro. Pero tenemos que aprender a prestarle atención.
Recibir las alegrías de cada día es ser realista
Con demasiada frecuencia nos perdemos las alegrías que se nos ofrecen, bien porque no se corresponden con lo que esperábamos, con lo que imaginábamos; bien porque nos parecen irrisorias; o, por el contrario, porque nos asustan, como si fueran demasiado hermosas para ser verdad.
O, finalmente, porque estamos enredados en lamentos y remordimientos estériles o carcomidos por la ansiedad, que nos impide estar atentos a lo que se nos ofrece aquí y ahora. El Maligno siempre busca alejarnos de la alegría, porque es un anticipo del Reino de Dios.
La alegría no es propia de los optimistas, de los que ven el mundo a través del filtro de gafas rosas para embellecer la grisura de la vida cotidiana, de los soñadores delicados que eliminan de su campo de visión lo que va mal.
Optimismo, pesimismo, esa no es la cuestión. Celebrar las alegrías de cada día es simplemente ser realista: es ver la vida tal como es, discernir el buen grano en medio de la cizaña y la luz que brilla en medio de la oscuridad. Es, más profundamente, ver la vida en su dimensión de la eternidad.
No es optimismo, sino Esperanza. Jesús venció el mal: las alegrías son los signos de esta victoria que ya es nuestra.
¿Cómo podemos estar más atentos a las alegrías que se nos ofrecen?
En primer lugar, debemos dar gracias al Señor. Cuando empezamos a dar gracias a Dios—no de forma vaga, sino por algo concreto, algo preciso—es como si desenredáramos una madeja de alabanza.
Cada agradecimiento llama a otro: gracias por la sonrisa de ese amigo que nos encontramos en la calle, por el paquete que tanto esperaba, el apacible paisaje atravesado en coche, la amabilidad de los vecinos, el momento de paz saboreado al pasar por la iglesia, etc.
A menudo, las pequeñas alegrías despiertan otras mayores, de esas maravillas a las que estamos acostumbrados que podemos disfrutar como niños: la vida que nos ha sido regalada, nuestro cuerpo con sus extraordinarias posibilidades, nuestra inteligencia y todos nuestros dones, el bautismo, la gracia de Dios… y Dios mismo.
La alegría se acoge con el corazón de un niño. Es uno de esos tesoros «escondido de los sabios e instruidos, y revelado a los que son como niños» (Mt 11,25). Los pequeños, esos pobres de corazón de los que habla Jesús, no desprecian las pequeñas alegrías, ni las que no corresponden a sus planes.
Como piensan que, en cualquier caso, no merecen nada, no se sorprenden ni temen llenarse de alegría. Simplemente confían, y no estropean las alegrías de hoy con los lamentos de ayer ni las preocupaciones de mañana. Más aún, se alegran de las alegrías de los demás, sin la sombra de los celos.
Bienaventurados estos pobres de corazón, porque la alegría del Reino es de ellos. A partir de este momento…
Christine Ponsard, Edifa Aleteia
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