Renueva en tu alma una sensación de asombro y maravilla en el momento de la consagración
La Iglesia Católica cree firmemente que después de las palabras de consagración dichas por el sacerdote en la misa, por el poder del Espíritu Santo, el pan y el vino se transforman en el cuerpo, sangre, alma y divinidad de Jesucristo. Es un gran misterio que nos ha sido transmitido por Jesucristo en la Última Cena.
Oración eucarística
En el Rito Romano de la Iglesia Católica, es costumbre durante la oración eucarística elevar tanto la hostia consagrada como el cáliz con la preciosa Sangre, para que la gente los vea.
Si bien esta acción del sacerdote suele ser breve, se anima a los fieles a realizar un acto silencioso de amor a Dios. Muchos escritores espirituales sugieren usar las palabras del apóstol santo Tomás cuando encontró a Jesús resucitado, mientras el sacerdote eleva la hostia.
Dios está verdaderamente ahí
“¡Señor mío y Dios mío!”(Jn 20, 28)
Es tradición rezar en silencio, cuando el cáliz es elevado,
“¡Jesús mío, misericordia!”
Es una manera de expresar la creencia de que Dios está verdaderamente ahí, superando cualquier duda que se pudiera tener, similar a lo que experimentó Santo Tomás.
Otras oraciones
Otros libros espirituales ofrecen oraciones más extensas, como las siguientes dos oraciones del Manual de San Vicente publicado en 1856.
¡Salve, víctima de la salvación! ¡Rey eterno! Verbo Encarnado, sacrificado por mí y por toda la humanidad. ¡Salve, precioso Cuerpo del Hijo de Dios! ¡Salve, carne sagrada, desgarrada con clavos, perforada con una lanza y sangrante en una cruz, por nosotros, pobres pecadores! ¡Oh asombrosa bondad, oh infinito amor! ¡Oh! ¡Que ese tierno amor ruegue ahora en mi favor! ¡Queden aquí borradas todas mis iniquidades, y que mi nombre quede escrito en el libro de la vida! Yo creo en ti; en ti espero; te amo a ti. A ti sea el honor, la alabanza y la gloria de todas las criaturas por los siglos. ¡Salve, sangre sagrada, que fluye de las heridas de Jesucristo y que lava los pecados del mundo! ¡Oh! ¡Limpia, santifica y preserva mi alma, para que nada me separe de ti! ¡He aquí, oh Padre eterno! tu santo Jesús, y mira el rostro de tu Cristo, en quien te complaces. Escucha la voz de su sangre, que te clama, no por venganza, sino por perdón y misericordia. Acepta esta oblación divina y, por los méritos infinitos de todo lo que Jesús soportó en la cruz por nuestra salvación, complácete mirarnos a nosotros y a todo tu pueblo con ojos de misericordia.
Hagas lo que hagas durante la consagración en la misa, mira hacia arriba y ve al Señor Resucitado y ofrécele tu amor y adoración. Viene durante la misa por ti y desea morar en tu corazón.
Philip Kosloski, Aleteia
Vea también Consagración para la felicidad, la alegría y una vida plena
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