A veces en las familias uno puede tener la impresión de que no da a sus hijos todo lo que recibirían si fueran hijos únicos, y eso genera inquietud
Hace una semana salí del cine con la plenitud de haber visto una película en la que, aparentemente, no pasaba nada, pero contenía la esencia de lo importante: «Belfast».
Estuvo a la altura de todas las buenas críticas que había leído sobre ella. Me cautivaron especialmente las primeras escenas. Se reflejaba la vida en las calles de la ciudad irlandesa: una calle, una comunidad de familias que cuidaban unos de otros.
Calles invadidas por niños que jugaban, cantaban, se peleaban, sin que nadie protestara por el ruido. Abuelos conviviendo con nietos, padres apoyados en la educación de su prole por sus propios vecinos. Una vida rebosante que alcanza su momento álgido de la película en el momento en que sacan el sofá a la calle y convierte todo el barrio en una fiesta espontánea, sin necesidad de una asociación de vecinos. Una calle donde cualquier adulto podía regañar a ese niño que veía crecer día a día. El niño sabía que quien protege se ha ganado la libertad de poder corregir.
«Belfast» muestra cómo en esa forma de querer, de cuidarse, de vivir, encontramos la esencia de la felicidad. Una forma de vida que, los que hemos doblado la esquina de los 40, recordamos con añoranza.
Como en Hamelín, sin niños
Han sido muy pocos los años que han sido necesarios para cambiar el escenario de nuestra vida. Años Hamelín, años que, siguiendo el ejemplo del flautista, se han llevado a más de la mitad de los niños. Los niños que llenaban las casas, los patios, las calles… Con ellos se fueron los juegos, los gritos, los lloros, los sueños, y nos hemos quedado como los ciudadanos de esa ciudad alemana cuando no saldaron la deuda con el flautista: silenciosos, irritados y, sobre todo, solos, muy solos.
El complejo dálmata
Pero, además de todos estos males, ha aparecido otro que yo defino como el complejo dálmata. Las familias grandes conviven en esta nueva sociedad como una rara especie en extinción frente a familias de, como mucho, dos hijos, con su ritmo de vida, sus actividades extraescolares, su dedicación exclusiva de dos adultos por niño… A veces, esta situación nos acompleja. Y sentimos que nuestros peques se ven como el dálmata 101.
Cometemos el error de querer competir, de intentar que nuestras familias numerosas estén llenas de hijos únicos, de pretender darles las mismas condiciones de vida que les dan el resto de las familias estándar de esta sociedad, es decir, las de, como mucho, dos hijos. No nos damos cuenta, o nos olvidamos, de que nuestros niños son como los de esa película, como los de «Belfast». Parece que no tienen nada, pero disfrutan de todo lo esencial, de lo verdaderamente importante. No necesitamos subir en la rueda de hámster que esta sociedad nos presenta como normal.
Ahora, corriendo el riesgo de meterme en la Calle Melancolía, quiero recrearme, como en la peli, en esos años previos a la veintena de Hamelín, cuando los patios de las casas eran particulares, como en la canción, y se llenaban todas las tardes de bocadillos, cuerdas y peonzas.
Años en los que la ropa se heredaba sin complejos. En los que subir las escaleras de un edificio a las nueve de la noche era garantía de escuchar los compases de la música que creaban los tenedores en el plato al batir un huevo. Años de una comunidad que se alimentaba de la convivencia de la sabiduría de los abuelos con la fuerza y la ilusión de los niños. Una sociedad que no tenía miedo a que los niños se sintieran el 101 de los dálmatas cuando no podían ir a clase de chino mandarín o de kick boxing. Sin miedo a no criarlos como si fueran hijos únicos.
Ya hace una semana que fui al cine, y sigo soñando con esa calle de Belfast antes de que vinieran los años de Hamelín. ¿Y si recuperamos un poco de aquello? ¿Y si superamos los complejos? Why not?
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