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martes, 1 de noviembre de 2016

El combate espiritual



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He hablado estos días con algunos jóvenes que tiene dificultades en su vida de oración porque sienten que son ellos los que tiene que poner todo de su parte mientras que parece que Dios calla y que no interactúa con ellos; y ven que no les sale tan fácilmente como antes esa elevación a Dios. Cuando tenían reciente una experiencia fuerte de Dios, les era fácil orar y luchar por la virtud, mientras que ahora les parece que todo depende de ellos, y la oración se les vuelve un monótono monólogo. Cuando me han planteado sus dificultades, yo les he hablado de algo de lo que muchas veces hemos dejado de hablar en la Iglesia: la ascesis.
 
La ascesis es el esfuerzo humano del hombre, sostenido por la gracia, por elevarse hacia Dios. Para comprender bien esto, hemos de comprender que tenemos una naturaleza humana que ha sido herida, y que tiende a lo terreno. 


Podemos decir que el Espíritu nos tensa hacia lo espiritual, mientras que la carne nos tira a lo terreno. Es el sentido de las expresiones de san Pablo: “La carne tiene apetencias contrarias al espíritu, y el espíritu contrarias a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis lo que quisierais. Pero, si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley. Ahora bien, las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios. En cambio el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí; contra tales cosas no hay ley. Pues los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu. (Gal 5, 17 – 25).
 
Sin pecado original, nuestra humanidad no habría tenido la concupiscencia, que nos tira hacia lo terreno, y no tendríamos que hacer esfuerzos para “elevarnos” hacia Dios; pero nuestra naturaleza ha sido herida, y eso hace que ya no nos salgan solas ni fácilmente las cosas que se refieren a Dios y a al vida espiritual: la oración, la virtud, el amor al prójimo, etc. Por ello, en la vida espiritual es necesaria una ascesis, un esfuerzo. Hay veces que Dios nos concede una experiencia sensible de su amor que nos toca el corazón, nos convierte y nos vuelve afectivamente hacia Él; es una experiencia gratuita, que viene de Dios que toma la iniciativa y nos concede esa gracia especial. Cuando uno vive bajo el influjo de esa experiencia, la vida espiritual se hace fácil, cómoda, y todo parece salir con facilidad del corazón: la oración, el amor, la virtud, etc. Sin embargo, cuando pasa el influjo de esa experiencia ‘mística’, empieza el camino de la ‘ascética’.



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Muchos hemos experimentado que cuando pasa ese momento de pura gracia espiritual, de pronto las cosas empiezan a hacerse cuesta arriba, ya no siento a Dios, que parece que no me habla tan directamente, me cuesta orar, el amor no me sale solo, etc. Si superamos la tentación de pensar que lo que hemos vivido es una autosugestión y nos damos cuenta de que ha sido real, surgen las preguntas: ¿qué estoy haciendo mal? ¿Por qué Dios ya no me habla? ¿voy a quedarme así toda la vida?
 
Es cuando empezamos a vivir el combate espiritual entre la carne y el Espíritu. No porque la carne sea mala; sino porque está herida y tiende a lo terreno. Mientras que el Espíritu nos tensa. Y entonces nuestra libertad debe decantarse, o por la carne o por el Espíritu. Pero si elegimos dejarnos llevar por el Espíritu, entonces hemos de elevar la carne llevando la contraria a sus tendencias: eso es la ascesis. ¿Y qué supone? Un esfuerzo por llevar una vida espiritual aunque no me salga solo, aunque parezca que Dios calla, aunque parezca que todo depende de mí. Ya el poder hacer eso es una gracia de Dios, que es quien nos concede la libertad y quien sostiene con su gracia nuestro esfuerzo; no se trata de un voluntarismo. Y el término de esa ascesis es una unión más fuerte con Dios, que no dependa de nuestro sentimiento, sino de una elección de nuestra voluntad, movida por la gracia e iluminada por la fe.
 

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¿Eso significa que voy a estar toda la vida esforzándome sin sentir nada y que todo va a depender siempre de mí? ¡En absoluto! La vida espiritual siempre se mueve entre dos polos: la consolación y la desolación. En ella, cuando Dios quiere, entra en el alma sin pedir permiso y de pronto nos puede conceder una inmensa consolación. Hay momentos en que Él toma las riendas, y cuando menos lo esperas, aparece como el Esposo del Cantar de los Cantares y te renueva con su amor; momentos en que el alma descansa en Él y Él obra libremente en el alma, haciéndola progresar prodigiosamente. ¡La vida espiritual no es estática! Y sin embargo, requiere nuestra ascesis. Los momentos en que Dios actúa tan visiblemente en el alma no son muchos, aunque son intensos.
 
Por eso debemos hacer ese esfuerzo por llevar una vida de oración aunque no sienta nada, manteniendo nuestra fidelidad igual que Dios mantiene la suya, aunque no sea fácil y no nos salga fácilmente. Y debemos dejar a Dios la libertad de entrar o salir sensiblemente en nuestra alma, no cuando nosotros queremos, sino cuando Él sabe que es mejor para nosotros. En el fondo, incluso cuando no sentimos sensiblemente a Dios, Él sigue actuando en nuestra alma, haciéndonos crecer y progresar espiritualmente. Y el término de esa ascesis es la unión con Dios, que es sin embargo un don suyo y no podemos alcanzar por nuestras propias fuerzas. Es decir, que el fruto de la ascesis no depende de nosotros, sino que es un don de Dios. Cuando uno lleva una vida ascética, y de pronto vive un momento de unión intensa con Dios, lo experimenta como un don desproporcionado a su esfuerzo, y por tanto, como algo dado gratis por Dios, que no depende de tu esfuerzo. ¿Qué quiero decir con esto? Que lleves una vida ascética, esforzada, luchando por mantener una vida espiritual aunque te cueste, aunque no sientas nada; y cuando menos lo esperes, Dios te concederá darte cuenta de lo hondamente que ha actuado en tu alma y de lo que te ha hecho progresar en tu madurez espiritual, y te concederá una profunda consolación, que te desbordará y te hará darte cuenta de que no depende de ti la intensidad de tu vida espiritual, sino que es un don de Dios. Experimentarás que la gracia que Dios te concede es desproporcionada a tu esfuerzo, y entonces verás que merecía la pena.




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Como Moisés, cuando llega al mar Rojo y el Señor le pide que extienda su mano sobre el mar para que Él lo divida. Moisés sólo tiene que hacer un pequeño esfuerzo. Es cierto que es una situación difícil: el pueblo murmura contra él y los egipcios les pisan los talones; pero Moisés se fía y pone ese pequeño esfuerzo de su parte, que por otro lado es un acto de fe. Y entonces Dios actúa desproporcionadamente abriendo el mar y salvando al pueblo cuando parecía imposible. Así es también en la vida espiritual. Extender la mano es el esfuerzo por llevar una vida espiritual aunque cueste, sabiendo que es un acto de fe. Y en esa ascesis el Señor nos va madurando y nos va haciendo crecer espiritualmente, hasta que llega el momento en que, si hemos sido perseverantes, de pronto abre el mar y nos lleva por un paso seguro y rápido hasta la tierra prometida. 

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