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jueves, 3 de octubre de 2019

¿Cómo acabar con las injusticias ante las que no puedo hacer nada?

No es fácil, pero puedo hacerlo, yo puedo recorrer esa distancia infinita
que existe entre dos corazones y acabar con la indiferencia


No necesito que un muerto venga del más allá para convencerme de la verdad. Yo mismo sé lo que está bien y lo que está mal. Sé cómo hay que enfrentar los miedos y asumir las injusticias.
Sé que no sirve de mucho acelerar el tiempo de mi reloj, porque sólo tengo que ser paciente. No puedo cambiar las cosas injustas, pero sí puedo cambiar la actitud de mi corazón.
No puedo salvar a todos los pobres que necesitan tanto, pero sí puedo mirar al mendigo, al Lázaro que se encuentra tendido junto a mi puerta.
Con que lo vea a él es suficiente. Sólo una mirada sobre un Lázaro invisible cambia mi vida. Si pudiera cambiar en lo profundo…
Tengo claro que sólo necesito escuchar a los profetas que con su vida me enseñan una nueva forma de vivir y de mirar.
¿Puedo cambiar si entiendo lo que tengo que hacer? No es tan seguro. Con frecuencia dudo de mis propias fuerzas. No sé si soy capaz de hacer las cosas de forma diferente. Cambiar mi actitud interior. Dejar de temer por mis cosas, por mi tiempo, para pensar sólo en el que está mal y necesita mi cuidado. Cambiar los planes, adaptar mi agenda, renunciar a mi tiempo.
El que me necesita ahora es Jesús en carne humana. En su debilidad sólo yo puedo darle fuerzas. En su soledad sólo yo puedo verlo y darle mi amor. En su pobreza sólo yo puedo paliar esa injusticia.
No es fácil, pero puedo hacerlo.
Yo puedo recorrer esa distancia infinita que existe entre dos corazones. No es la distancia física. Es una distancia profunda que me separa. Una indiferencia grabada en mi alma. Un camino largo que va de mi necesidad a la de mi prójimo.
Un camino que quiero recorrer con mis fuerzas y no me siento capaz de hacerlo. Dudo de mis fuerzas. ¿Podrá hacer Dios el milagro en mi corazón egoísta?
Una mirada más amplia, más profunda. Una capacidad para ver la verdad de las cosas y no quedarme en la apariencia. Ese don para mirar al que está a mi lado en lugar de seguir a lo mío. Eso quiero lograrlo. No sé si podré hacerlo.
No sé si María me cambia tanto por mucho que vaya al santuario a entregarle la vida. Quiero una transformación honda y verdadera. Un cambio que llegue a los cimientos de mi alma. Comenta el padre José Kentenich: 
“En su santuario María nos concede la gracia del arraigo espiritual, pero también de la transformación espiritual. La razón es transformada, recibe una nueva luz, se torna capaz de ver las cosas bajo la luz divina. Se transforma también la voluntad. ¿A dónde se apunta con esa transformación? Quien no lo vea con claridad y no aspire a esa audacia, quedará en la superficialidad. Quizás sea un buen orador, pero a la larga no se irradiará de él fuerza de atracción alguna. Pero quien tenga a Dios como compañero, o mejor dicho, como Padre, ese vencerá siempre, porque Dios es justamente Dios. El hombre anclado en el más allá es en definitiva un hombre seguro de la victoria”.
Quiero vivir anclado en el mundo de Dios para poder irradiar una fuerza que viene de Él. Una fuerza que transforma utilizando mi carne. Una luz que irradia de mi forma de ver la vida.
Hay personas así. Que sin importar lo que viven tienen luz. En la salud son un remanso de paz y esperanza para los que necesitan consuelo. En la enfermedad tienen una paz ante lo adverso que choca con su propia fragilidad.
En su confianza arraigada en Dios se diluyen todos los miedos. En su entereza cuando el mar está revuelto y convulso parece que se sostiene el universo. Tan enteras y tan de Dios parecen. Como si estuvieran con Él al mismo tiempo que conmigo.
Su forma de mirar es la de Dios mismo. Es una ventana abierta desde el cielo. Con una fuerza que parece imposible. Y supera las fuerzas humanas cuando son pocas.
Esa forma de vivir la salud y la enfermedad, el miedo y la confianza es lo que me hace creer con más fuerza en el Dios de mi vida. En sus ojos veo los ojos de Jesús. Y entonces confío. Ya no temo. Sonrío.
Carlos Padilla Esteban, Aleteia



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